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España España · sevilla
Críticas de Jlamotta
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Críticas 126
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
20 de diciembre de 2012
22 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hollywood es un nido de víboras conservadoras capaces de escandalizarse por un pecho femenino desnudo en pantalla pero venerar sin escrúpulos el uso de armas y violencia indiscriminada en sus películas de acción. Ellos son así. Por eso gran parte de las producciones con el tema del sexo como trasfondo pertenecen al llamado cine independiente, con estrenos en festivales o limitadas salas del país, cine europeo o cine asiático. Películas británicas como The Dreamers (Bernardo Bertolucci, 2003), francesas como Better Moon (Roman Polanski, 1992), italianas como Il fiore delle mille e una notte (Pier Paolo Pasolini, 1974) o alemanas como Tagebuch einer Verlorenen (Georg Wilhelm Pabst, 1929) han tratado esta materia en diferentes épocas, situaciones, estilos y ambientes, pero siempre alejados de la castradora visión americana. Pero como dije antes, el cine independiente norteamericano y su clara influencia europea han posibilitado el nacimiento y éxito de directores como Paul Thomas Anderson, Todd Solondz o Harmony Korine, interesados en ir más allá del simple esbozo sexual y pretendiendo dotar a su cine de realismo y crudeza sexual. Ahí es cuando aparece The Sessions y su uso del sexo no como tema principal, sino como herramienta narrativa para elaborar con precisión una determinada relación de personajes en un ambiente "neutral" para ambos. Evidentemente, The Sessions no es Last Tango in Paris (Bernardo Bertolucci, 1972) ni lo pretende. El sexo no es una parte vital y arraigada en las vidas de nuestros protagonistas como lo eran en los personajes maravillosamente interpretados por Brando y Schneider. Sin embargo, ambas se valen del placer y desconocimiento sexual para narrarnos una historia sobre la madurez, la enseñanza, la experiencia y la soledad. Con tonos diametralmente opuestos (donde Last Tango in Paris es un cruel drama con un amargo final, The Sessions alterna comedia y desengaño de forma más ligera), los dos largometrajes siguen una estructura similar y arrojan profundas reflexiones sobre nuestra naturaleza más primitiva. El film de Ben Lewin trivializa el aspecto físico del contacto humano para mostrar más análisis y conclusiones de lo que, a nivel emocional, esto supone para el ser humano. El guión, escrito por el propio Lewin, construye de manera eficaz el vínculo entre los personajes de los geniales Hawkes y Hunt y se permite el lujo de manifestar sus impresiones sobre el acto sexual con una sutileza digna de elogio. No se ha filmado una sola escena gratuita, no sobra ningún desnudo y nada parece realizado con fines provocativos. Lo que está en la película no sobra y, desde luego, nada falta. Igualmente Lewin demuestra gran elegancia y respeto por sus personajes y esto, aunque parezca una estupidez, lo podemos comprobar en una escena muy simple. El director y guionista nos muestra como uno de los personajes elige usar una almohada doble en lugar de una normal. Es la primera vez que vemos a ese personaje y este hecho minúsculo y aparentemente sin importancia, ayuda a redondearlo y darle vida, naturalidad, humanidad.

The Sessions reflexiona sobre la repercusión de la religión en nuestra forma de afrontar la vida y el sexo, como en casi todas las religiones es visto como castigo más que como divertimento, o como una simple rutina para engendrar. En pleno Siglo XXI es chocante ver como todavía muchas personas se dejan influenciar por la Iglesia a la hora de afrontar sus relaciones sexuales, incluso aquellas que son profesadas hacia nuestra propia pareja legal. El cómico cura interpretado por el gran William H. Macy simboliza, no obstante, una vertiente de la Iglesia algo más moderna y flexible, más humana podríamos decir, que se fija más en la particularidad del problema de la persona, más que afrontarlo de forma general. Es en ese punto cuando confirmamos que estamos ante un film independiente que no tiene que rendir cuentas a un gran estudio y se permite este uso jocoso de la religión para ejemplificar su repercusión en el mundo del sexo de pareja. De hecho, es la propia Biblia la que nos relata el nacimiento de la vergüenza que, en la mayoría de casos, choca frontalmente con la capacidad para sentir placer sin culpa. Otra reflexión interesante es la propia negación del sexo como remedio para no alcanzar la madurez, el llamado Síndrome de Peter Pan. Unir sexo y madurez es algo normal para nosotros y nuestro protagonista, incapacitado físicamente, no desea que el hecho de dejar atrás la virginidad le introduzca de lleno en una vida llena de responsabilidades y tareas propias de un hombre medio, absorto en la rutina. En su estoica resistencia a consumar el acto no hay en realidad más que el miedo al coito, a no cumplir las expectativas y la propia timidez de aquel que jamás ha visto a una mujer desnuda. El temor al enamoramiento o a ser destrozado por un posible abandono también queda retratado con elegancia en el guión de Lewin. Las caretas de O,Brien (Hawkes) para crearse su propio personaje y no sufrir apenas tienen recorrido ya que es un ser profundamente emocional y sentimental, de ahí su intención de protegerse haciendo acopio de una personalidad ajena a la suya. El humor como autodefensa y elemento eficiente para desvirtuar un asunto amoroso no nos es ajeno y en el film emerge con gran poder, arrancándonos sonrisas por doquier, alternando humor amable y blanco con el más corrosivo y, en algunos casos, cruel. La química entre una bellísima Helen Hunt y un conscientemente infantil John Hawkes son la mitad de la película, dando vida a unos personajes cautivadores y extremadamente humanos, tanto que duelen. Macy proporciona el desahogo y la frescura que la historia necesita, demostrando una vez más porque es uno de los mejores secundarios de los últimos veinte años. Hunt afronta con naturalidad y dignidad su desnudez integral y Lewin acierta plenamente presentándonos su personaje en cueros, favoreciendo la fácil aceptación del público ante este hecho.

No es spoiler
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Jlamotta
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10
17 de diciembre de 2012
79 de 114 usuarios han encontrado esta crítica útil
Siempre he considerado a Paul Thomas Anderson un director obsesionado con la imperfección. Con la imperfección del alma humana, de la violencia, de nuestros valores, de nuestro cuerpo, de la forma de amar de los seres humanos. Esa imperfección se hizo extensible a la construcción y facturación de sus propios films, salpicados y modificados indirectamente por las decisiones erróneas de sus dramáticos y sufridores personajes, en constante persecución de un sueño imposible que daba lugar a una devastadora frustración. En cada nueva película, Anderson hace acopio de temas tabús para la hipócritamente conservadora sociedad americana. ¿Qué hay en común en todos ellos y qué también comparten con The Master? La imperfección de sus personajes, como Anderson utiliza cada segundo de metraje para alejarlos gradualmente de su condición de humanos hasta que están tan alejados de si mismos, a tanta distancia, que pueden divisarse como un punto en un gran espacio y acometer una completa separación de sus valores (si es que los tienen), sus errores, sus defectos y sus posibles vías de escape o redención. En ocasiones no hay salvación posible, ya sea por la engorrosa coyuntura (Magnolia) o por decisión propia (There Will Be Blood), pero lo importante es que han podido presenciarse como individuos ajenos a su persona por una vez (como lo haríamos en un sueño, por ejemplo) y han tenido opción. Ahí radica uno de los grandes dramas del cine de Anderson, sus personajes, sean decentes o demonios, siempre tienen opción de elegir el camino correcto o el menos malo. Pero su ceguera, orgullo o incompetencia los arrastra a un mar de autodestrucción, padecimiento y cólera. The Master está repleto de perfectas incorrecciones y contradicciones que, extrañamente, derivan en una película perfecta dentro de la filmografía del director norteamericano. Esa tesis doctoral sobre la violencia que es There Will Be Blood tiene aquí su continuación con la presentación de extraños brotes psicóticos aleatorios en el personaje que interpreta magistralmente Joaquin Phoenix. ¿De dónde viene la violencia? ¿Nacemos con ella? ¿La desarrollamos con el transcurrir natural de la vida? ¿Es nuestra naturaleza? Afortunadamente el realizador californiano no nos ofrece una única respuesta sino múltiples alusiones a nuestra evolución, nuestro origen animal, el impacto de la sociedad sobre el individuo, el condicionante del azar y la aleatoriedad. En un proceso tan cerebral como visceral, el autor de Sidney descompone emocionalmente a un ser humano, desproveyéndolo parcialmente de razón y autocrítica, para acometer una deconstrucción que permita su transformación, una mutación hacia lo opuesto de su naturaleza. El medio empleado para ello es la existencia de una amenazadora secta liderada por un hombre totalmente endiosado, culto, instruido, inmune a la objetividad ajena (salvo cuando esta es protagonizada por su esposa) y obsesionado, aunque no lo nombre directamente, con modificar la idea del superhombre de Nietzsche. Anderson dibuja a Lancaster Dodd como una persona con una escala de valores propios que considera pura y positiva cualquier idea que surja de su cabeza, condenando al escepticismo o al rechazo las reflexiones externas. Ese totalitarismo es la base de su credo, él su propio profeta y el ejercicio espiritual su medio de expresión con sus seguidores.

Mucho se ha hablado de The Master como un film que adapta y denuncia los métodos de la famosa iglesia de la Cienciología. Considero a Anderson un tipo inteligente y no me creí que fuera capaz de dedicarle 137 minutos a denunciar una creencia en lugar de mostrarla y permitir un juicio independiente y libre por parte de los espectadores. Evidentemente, escoge la segunda opción y contamos con el poder de decisión que nos hubieran negado otros autores como Loach, Stone o Costa-Gavras. La destrucción del hombre y su escala de valores es el cimiento primordial de estos grupos religiosos que suelen seleccionar personas altamente influenciables o volátiles con el objetivo de sumar seguidores rápidamente y posicionar su poder de convocatoria sobre ellos y, sobre todo, ante la sociedad. Freddie Quell (Phoenix), un juguete roto por las secuelas de la guerra, es un borracho trastornado al que le cuesta mantener un trabajo normal. Anderson nos hace hincapié en el hecho de que se encuentre alejado de su familia, con un trauma amoroso inconcluso y con el alma perdida entre bandazos. Es el sujeto perfecto para incubar en él el deseo de permanecer a un grupo. Que el encuentro entre los dos hombres se produzca de manera fortuita puede parecer una anécdota pero Anderson le ha otorgado constantemente al azar un papel fundamental en su filmografía como causante de desgracias e, igualmente, como germen de una relación tormentosa entre dos o más personas. ¿Por qué entra Quell en ese barco? ¿Por qué Dodd no lo expulsa inmediatamente? ¿Cómo han llegado a coincidir dos seres tan extremadamente opuestos pero tan contradictoriamente similares en el mismo espacio, lugar y tiempo? El azar no tiene causa, solo ocurre y es esa sensación de inseguridad la que rige nuestro destino, sin saber si nuestros actos nos llevarán o librarán del mismo. Quell experimenta lo mismo, no sabe si entregarse a la causa o rechazarla, si de verdad cree en ella o únicamente en la brillante mente de Dodd, personaje hipnótico y enfermizo, como la propia película. El absorbente guión de Anderson plantea la negación de la naturaleza animal del hombre y el uso de las regresiones como base del entendimiento de la vida por parte de la secta, prevaleciendo siempre el interior al exterior, la mente al cuerpo. Aspectos que chocan con la obsesión por el sexo y el deseo carnal de Quell, produciéndose una batalla intelectual, espiritual y física. La ausencia de las propias habilidades que si posee el contrincante, provoca en ambos una fascinación y repulsión mutua, a modo de delirante relación (casi) homoerótica.

No es spoiler
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Jlamotta
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8
13 de diciembre de 2012
64 de 86 usuarios han encontrado esta crítica útil
No soy un gran aficionado al género musical, que considero vulgarmente explotado en la última década para fines puramente comerciales, dejando a un lado cualquier atisbo de pericia artística. Burlesque, Nine, Mamma Mia o Across the Universe son una buena muestra de ello. Sin embargo, también han surgido raros especímenes que dignificaban el género basándose en un respeto firme al mismo. Sweeney Tood, Hairspray o Rent pertenecen a este último grupo. El género musical es complejo, difícil de tratar pero a la vez, con la ventaja añadida de que suele contar con un gran número de aficionados fieles a lo largo y ancho del planeta. Recordemos que el musical conforma, junto con el western y el thriller/cine negro (mis dos géneros favoritos, por cierto), el trío de géneros puros de la historia cinematográfica. Es decir, los tres son poseedores de un tipo de cine que engloba a todos los tipos de cine que existen. El musical (así como el western y el thriller) es una perfecta sartén donde cocinar la comedia, la crítica social, la lucha de clases, el bien y el mal, el amor, la venganza y un largo etcétera. Como bien dice el maestro Scorsese, fueron los primeros géneros que conquistaron el corazón del público ya que, desde su insultante sencillez formal, se podían verter en ellos corrosivas y subliminales críticas a la sociedad y realizar diagnósticos detallados de la condición humana, para bien o para mal. Los Miserables, de la mano del ganador del Óscar por The King,s Speech, Tom Hooper, no iba a ser menos y aprovecha inteligentemente el jugoso material del que dispone para tratar temas como la religión, la ética, la justicia, la pena de muerte y un pormenorizado tratamiento sobre la dualidad típica entre el bien y el mal. Los fans de la novela pueden estar tranquilos porque no se ha perdido nada en el camino a la adaptación. Los temas de Víctor Hugo no solo sobreviven el cambio de medio, formato y género, sino que se beneficia de una extensa ampliación de los mismos, provocado por el gran altavoz para los sentimientos que es la música. El guión de William Nicholson es extremadamente cuidadoso en el trato de la obra original, tratando en todo momento de no resultar obvio ni condescendiente, esforzándose por mantener el mensaje subversivo de la trama, preocupándose más por no restar que por sumar. Y es que poco más se le puede sumar a una de las grandes obras literarias de todos los tiempos que no sea una correcta y eficaz traslación de la misma sin difuminar su argumento. Pero lo que realmente va a determinar si Los Miserables es un éxito o un fracaso no es su fidelidad a la novela original, ni siquiera con la obra de teatro que alcanza cada año cifras mareantes de espectadores, sino la habilidad como cantantes de sus intérpretes y su apartado visual, que es lo que se ve a simple vista. Y he de decir que el film no es que cumpla con creces en estos dos casos, sino que roza la perfección. Empecemos analizando el fantástico reparto.


Si hay alguien que salga reforzado en esta producción británica, ese es sin duda Hugh Jackman. El protagonista de The Prestige está más que curtido en el teatro musical con obras como Beauty and the Beast, Oklahoma o Sunset Boulevard, conquistando el reconocimiento de críticos y público, a la vez que agasaja premios por doquier. Es por ello que el australiano se transforma en un auténtico animal cuando su vida depende de su voz y no es que de lo mejor de si mismo, es que se merienda a cualquiera que se encuentre cerca suyo, se llame Russell Crowe (uno de mis actores preferidos, infravalorado injustamente), Anne Hathaway o Amanda Seyfried. Jackman da una lección interpretativa histórica basándose en una entonación y pronunciación perfecta, un grandioso derroche de carisma y una contención casi mística. De hecho, su no presencia condiciona bastante la película, ya que esperamos ansiosos una nueva aparición y una nueva oportunidad para dejarnos boquiabiertos (no sé si doblarán esta película o no, pero verla doblada merece la pena de muerte). Absolutamente impresionante y desgarrador en las piezas Valjean,s Soliloquy, Valjean,s Confession y Who Am I?. No anda muy lejos en merecimiento de elogios Anne Hathaway, la cual se somete a un salto emocional sin red tan profundo que nos permite contemplar hasta el último recoveco de su atormentada alma. Su versión del I Dreamed a Dream ya es historia del séptimo arte, gracias a ella sin duda, pero sin olvidar el acierto formal de Hooper, que le permite partir de cero y llegar a cien con la elaboración de un plano corto mantenido durante sus dolorosos y trágicos cinco minutos de duración. El tercero en discordia es el brioso Crowe, a quien se le nota al principio algo desubicado y sufridor, pero que eleva su rendimiento con el paso de los minutos de manera mastodóntica para acabar a un nivel altísimo, un auténtico clímax interpretativo. En el caso del ganador del Óscar por Gladiator (Ridley Scott, 2000), su presencia y mirada imponen más que su voz, es lógico, no solo por no ser un experto en la materia (a pesar de haber participado en el musical Grease hace treinta años y haber sido vocalista y guitarrista de la banda de rock 30 Odd Foot Of Grunts) sino porque su imponente planta es una declaración de intenciones difícil de superar con cualquier otro elemento. Para el recuerdo, su magnífico y crepuscular Javert,s Soliloquy. Mención aparte merecen los divertidísimos Sacha Baron Cohen y Helena Bonham Carter, erigiéndose como una muy necesaria pareja cómica entre tanto drama, mostrando una gran compenetración y haciendo de su química un valor seguro. Sus apariciones musicales no tienen desperdicio y ambos asumen con naturalidad su secundario papel deshinibidor de la trama principal. Sin duda alguna, los personajes menos interesantes y cuya trama ralentiza el ritmo interno del film, son los encarnados por Amanda Seyfried, Eddie Reydmayne y Samantha Barks.

Sigo en spoiler sin ser spoiler
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Jlamotta
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10
10 de diciembre de 2012
284 de 442 usuarios han encontrado esta crítica útil
Casi diez años después de la multipremiada The Return of the King, por fin nos llega The Hobbit, donde se narra la misteriosa aventura que Bilbo, Gandalf y trece enanos protagonizaron sesenta años antes de la ya mítica historia. Me alegro profundamente de que Peter Jackson haya podido hacer el film como le ha dado la real gana, ya que en su día entendió y adaptó de manera soberbia The Lord of the Rings. Tal vez ese haya sido el mayor impedimento al que Jackson haya tenido que hacer frente:el recuerdo del gran público de la exitosa trilogía. De hecho, algunos críticos americanos se han quejado públicamente de que The Hobbit y The Lord of the Rings son diferentes, que no comparten ese gusto por la oscuridad que si poseían las películas protagonizadas por Elijah Wood, Viggo Mortensen y compañía. La respuesta es bien sencilla:mientras que una es un relato épico lleno de muertes gloriosas y espectaculares batallas, otro es un cuento infantil que trata sobre el complicado proceso que atraviesa un niño (o adolescente) hasta que se convierte en un hombre. Las novelas referentes al Anillo Único están repletas de duro belicismo, del triunfo de la oscuridad sobre el bien (en un principio), del esfuerzo sobrehumano que la naturaleza nos exige para mantener el orden de las cosas. En cambio, en The Hobbit prevalece la aventura, la fantasía y el humor sobre los grandes conflictos armados (ojo, que también los hay). Por lo tanto, aunque ambas tengan mucho que ver entre si temáticamente, compartan personajes, tramas y mundos, hay que dejar claro que el tono es algo diferente, cada una en su estilo, aunque nunca olvidando que el director es el mismo y es justamente eso lo que les otorga a ambas un sabio y justo equilibrio de género. Sin embargo, habrá discusiones entre los lectores apasionados del libro y los que no han leído una sola página de la magna obra de Tolkien. Jackson construye su film como un excitado homenaje a sus fans y a él mismo, cosa que no ocurría (al menos no de forma tan rotunda y descarada) en The Lord of the Rings, mucho más abierta a todo tipo de público. En The Hobbit, quien no se haya leído las novelas o, por lo menos, no tenga frescas las tres películas anteriores, se sentirá perdido por momentos ante la avalancha de relatos antiguos, fechas, nombres y lugares a los que se hacen referencia. Por otra parte, los enamorados de las líneas escritas hace más de setenta años por el autor de El Silmarillion, se encontrarán completamente en su elemento, disfrutando cada referencia, broma privada o detalle como si fuera el último.

Y es que quien haya leído The Hobbit sentirá la misma ilusión, emoción, peligrosidad, riesgo y sensación de aventura en el film de Jackson, que ejecuta la novela original a modo de storyboard narrativo, convirtiendo la literalidad en una de sus armas más poderosas. De nuevo acierta el orondo realizador al plasmar su visión poética, preciosista y detallista hasta la extenuación, como ya hiciera años atrás. Tanto él como Fran Walsh y Philippa Boyens, dan con la tecla visual adecuada otorgando a Andrew Lesnie un bello material sobre el que lucirse. Lesnie vuelve a demostrar un dominio de la luz apabullante, con una combinación de luminosidad casi cegadora en Rivendel para contrarrestarlo posteriormente con la oscuridad y el aire viciado de las montañas de los orcos. Ver el film parido por Jackson guarda cierta similitud con volver a ver a un viejo y buen amigo del que hace años que no sabías nada de él, todo resulta familiar pero novedoso a la vez, con esa sonrisa tonta en la boca (reconozco que era la mía durante la proyección) del que no sabe que decir ni que hacer ante lo que le están mostrando. Volver a ver a Gandalf, a Bilbo, a Frodo (brevemente, eso si), a Gollum (genial, como siempre) la Tierra Media, la Comarca...si hasta produce risa tonta reencontrarse con el malvado Saruman! En este aspecto cabe destacar el gran acierto en la elección de Martin Freeman como Bilbo. El Watson de la maravillosa Sherlock de la BBC dota a su Bilbo de un humor y comicidad británica muy infantil y desastrosa, dando fe de que para el personaje supondrá un verdadero reto dejar atrás la niñez para entrar de lleno en la madurez y el mundo de las responsabilidades individuales. En este sentido, es interesante el punto de vista que tanto Tolkien como Jackson (y estoy seguro que del Toro también) comparten sobre la adolescencia, la timidez y el temor patológico al exterior que roza la agorafobia. Para Bilbo, la Comarca es su hogar y no ve más allá de ello. Tiene su vida resuelta y disfruta de siesta, comida, bebida, libros y buena hierba. ¿Para qué salir al exterior a vivir aventuras si puedes leerlas cómodamente desde el salón de tu casa y dejar volar tu imaginación? Muchos de nosotros nos hemos visto en esa situación a menudo (en otros ámbitos, obviamente) y en un mundo donde una gran parte de la población vive esclavizada por sus consolas, la motivación es un elemento clave. Nada motiva, nada parece lo suficientemente importante en un lugar donde se va de mal en peor, donde nunca ocurre nada destacable. Bilbo experimenta lo mismo, una continua hibernación casera en donde corre el riesgo de que un trastorno puntual en su vida pueda transformarse en una ansiedad y un malestar crónico de larga duración. Tolkien nos dice que solo la pura aventura aleatoria y sin sentido puede sacarnos de nuestras aletargadas existencias, solo el riesgo, la curiosidad por lo desconocido, un acercamiento a tierras extrañas. Y Bilbo, como hará Frodo años después, cae en las redes de la locura por el misterio para introducirse de lleno en ella, para nuestro total disfrute.
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Jlamotta
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6
29 de noviembre de 2012
3 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lolita, The Lord of the Rings, Fear and Loathing in Las Vegas y Watchmen fueron en su día, como ahora Life of Pi, obras inabarcables e inadaptables desde un punto de vista cinematográfico. Es lo que le ha sucedido a la novela de Yann Martel que, durante veinte años, ha visto como los intentos de llevar su material a la gran pantalla han fracasado uno detrás de otro. ¿Por qué? Narrativamente no oscila mucha dificultad ni posee una estructura compleja. El principal escollo residía en algo que podía hacer triunfar a la película o hundirla completamente. El reto de presentar una trama con un niño y un tigre surcando los mares en un diminuto bote se presentaba sustancialmente complicada. Afortunadamente, tanto el autor del libreto David Magee como el consagrado director Ang Lee, llegaron a la conclusión de que lo mejor era dotar al tigre de movimientos y actitudes propios de su especie, descartando por completo un tratamiento del animal más propio de una película de animación, donde en un momento dado los animales terminan comportándose mental y físicamente casi como humanos. En este caso, el realismo era primordial para que el miedo, el temor y la sensación de peligro constante que sufre el protagonista de la historia, Pi, sea no solo entendible por nosotros, sino totalmente compartido. El diseño y el desarrollo de los efectos especiales consigue emular e igualar a los creados por Weta para Rise of the Planet of the Apes, efectos que nos dejaron con la boca abierta el año pasado. Pero mientras que el apartado técnico se lleva todos los halagos, el guión y el envoltorio del mismo deberían ganarse más de un reproche. Asumimos que las películas de los grandes directores e intérpretes que se estrenan en Noviembre y Diciembre, lo hacen con la intención de agasajar cuantas más nominaciones y premios mejor. Pero algunas de ellas disimulan mejor que otras. En el caso de Life of Pi, sus intenciones se ven desde el minuto uno, desprendiendo un tono amable, condescendiente y asequible para el gran público que imposibilitan el crecimiento y las aspiraciones artísticas que un proyecto como este se merecía e hubiera podido tener con un tratamiento menos almibarado y más agresivo.

La elección del oscarizado Ang Lee es acertada, ya que el director chino siempre ha destacado por su sutil tratamiento de los sentimientos humanos, aparte de ser uno de los realizadores más eclécticos del panorama actual. El Pi del presente y su relación con el periodista deja buena muestra de la habilidad de Lee para la interacción sensitiva entre seres humanos pero, como dije antes, el azúcar llega a impregnar demasiadas veces la pantalla como para que no moleste, de alguna manera. Es por eso que, dejando de lado los efectos especiales y un par de fragmentos donde la aventura consigue desmelenarse y emocionar de verdad, el verdadero interés lo encontramos en temas que ya estaban presentes en la novela. Temas que Lee y Magee tan solo han trasladado desde las páginas a la sala de cine y por el que no se deberían llevar gran mérito. Es decir, todo esta en la novela, son reflexiones (acertadas o no) sacadas del pensamiento de Martel y que, lejos de ser bien tratadas o acomodadas con elegancia en la historia, simplemente han servido de adorno de lujo para la construcción de los diálogos. Martel nos habla acerca de temas primarios que han acompañado la vida del hombre desde el principio de los tiempos, como el miedo, la relación con los animales, la soledad o la religión. Referentes clásicos y evidentes como la religiosa historia de El Arca de Noé o El Libro de la selva sirven como algo más que de base para el desarrollo de ciertas partes del film. El tigre es tigre y el hombre es hombre, y así están representados. El juego mental que se traen ambos personajes es digno de una mortal partida de ajedrez de otro mundo. La dominación, la sumisión, el poder o la victoria son elementos tan nuestros, tan característicos de nuestra forma de ser, que plantearlos como parte de un amaestramiento con una vida en juego no puede ser considerado más que como una jugada brillante. El inesperado bote salvavidas se convierte en una improvisada y diminuta selva donde no prevalecerá el más fuerte, sino el más inteligente y cerebral. Desde ese momento, el film se convierte en un thriller psicológico con tintes de terror con el verdadero género dominante, la aventura, como telón de fondo. Porque a partir de aquí todo deriva en una especie de Heat donde dominar o ser dominado marca la diferencia entre la vida y la muerte, donde la razón libra una dura batalla contra la pura naturaleza, contra la bestia, la impulsividad y el instinto. Es esto una batalla, si, pero también una demostración suprema del conocimiento que los animales poseen de los sentimientos, la rutina y la familiaridad con los elementos, en este caso, el hombre que le alimenta. Porque a pesar de todo, ambos deben alimentarse y son conscientes de que se necesitan para vivir, para sobrevivir. Es más, el miedo mutuo entre ellos y su afán de superar al otro, es una de las grandes motivaciones para sobreponerse y seguir luchando. El miedo nos mantiene vivos y el enemigo, pendiente. No pude evitar acordarme de una genial frase de la no menos excelente Conspiracy, en la que un sobrecogedor Kenneth Branagh reflexiona de esta forma sobre la obsesión de los nazis con los judíos:"Tantos años detrás de su exterminio y ahora pienso...si matamos a todos los judíos, ¿Qué nos queda?". Cada ser humano necesita, consciente o inconscientemente, un obstáculo que superar, un enemigo al que vencer o un problema que solucionar que, en definitiva, de un sentido a su propia vida. Si la vida fuera un camino de rosas, la valoración de las cosas no existiría, nada sería criticable o merecedor de ensalzamientos, viviríamos en una plácida pero aburrida existencia vacía y carente de significado. Pi necesita al tigre y el tigre a Pi. Y ellos lo saben.

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