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Críticas de Sergio Berbel
Críticas 924
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
1 de octubre de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Era imprescindible revisitarla en tiempos de pandemia para corroborar lo recordado por vivido una década después. Hay que ser osado, tener capacidad y ser muy bueno para meterse en el embolado de trasladar al cine “Ensayo sobre la ceguera” de José Saramago y salir muy bien parado del reto. Fernando Meirelles, artesano de experiencia contrastada ("Ciudad de Dios", "El jardinero fiel"), lo logra con nota en “A ciegas”. Buena parte de lo que Saramago pretendía contar en su libro tiene traslación en una película que funciona como un acercamiento a la magna obra del genio portugués pero también como muestra autónoma de buen cine.

Lo primero que destaca de la apuesta de Meirelles es el tratamiento visual de la cinta. Para emular esa histórica ceguera en blanco, ese mar de leche en el que se sumergen los ojos de los personajes, Meirelles apuesta por una fotografía sobreexpuesta, quemada durante todo el metraje, donde la luz achicharra todos los planos y se come los colores. Un recurso que funciona narrativamente a las mil maravillas y que encaja como un guante en el espíritu de la novela de Saramago.

Luego se basa en un plantel de actores y actrices de primer nivel que saben lo que quieren y deben hacer. Por supuesto, y como no podría ser de otra forma, destacando en el personaje más complejo, con más aristas y más brillante de la novela, la mujer del oftalmólogo, la diosa Julianne Moore, siempre solvente haga lo que haga y donde lo haga.

Y luego está el privilegio de contar con el texto de Saramago en sí, en el que nos cuenta una epidemia de “ceguera blanca”. Poco a poco, de forma paulatina pero inexorable, la mayor parte de la población pasa a perder la vista ahogada en un mar de leche. Ante ello y para evitar el contagio, el gobierno decide privarlos de todos sus derechos y encerrarlos en el interior de un antiguo manicomio desvencijado, donde unos cuantos soldados (que tienen instrucciones de disparar a matar si los contagiados intentan salir de allí) sólo les dejarán cajas con escasa comida tres veces al día y los abandonan a su suerte sin regla alguna de supervivencia que seguir.

Pero ciegos, confinados, hacinados en un espacio minúsculo, sin poder lavarse tan siquiera ni poder hacer sus necesidades dignamente, la civilización se va perdiendo paulatinamente y con ella todos los que consideramos derechos inherentes al ser humano. Es la narración de la caída al abismo de la cosificación del ser humano.

Es más, allí dentro, las reglas dejan de respetarse y comienza a imponerse la ley del (ciego) más fuerte. Se describe muy bien en una frase fundamental para entender la clara moraleja de la novela de Saramago: “Dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos.”, reflexión que acertadamente se recoge tal cual en la película de Meirelles. Y esa cosa no puede resultar siendo más oscura. Es la propia naturaleza humana mostrada sin cortapisas ni tapujos.

No hay civilización, sólo lucha por la supervivencia del más fuerte. La vida en mitad de una selva de ciegos hambrientos. No cabe esperanza alguna ante un retrato tan lúcido como certero, y lógicamente donde el optimismo no tiene cabida en el reino de la misantropía contrastada.
Sergio Berbel
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10
1 de octubre de 2020
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si no existiera “Érase una vez en América” de Sergio Leone, sería mi película favorita de la historia del cine. Anoche volvió a ocurrir, retorné a la inquietud que produce el abismo de asomarse a la mente humana, y a la perturbación atrayente pero aterradora que me producen los fenómenos espaciales.

Es la película más perturbadora por hipnótica que haya visto nunca. Es visualmente la que más me ha impactado. Es una genialidad de una dimensión estratosférica ineludible que marcó y sigue marcando mi vida en cada visionado. Es un templo del cine de todos los tiempos. Es una religión de la que resulta imposible abstraerse. Es un contenedor de magia y mal rollo insoportables y simultáneos. Es todo lo que yo quiero que sea el cine. Es la película que yo querría dirigir algún día.

Hay que ser Lars Von Trier y sobrevolar el tiempo y el espacio del arte como él lo hace desde su genialidad provocadora para mezclar “Celebración” de Thomas Vinterberg y la palomita indigesta “Armaggedon” y que el resultado hipnotice a todo el que tiene la suerte de poder verla. “Melancolía” no es una película, es una experiencia vital dividida en un prólogo y dos partes que pueden resultar antagónicas entre sí, pero que acaban conjuntando de la forma más dramática posible. Y más desasosegante.

Ya desde el arranque, la película sabe que puede y quiere dejarte boquiabierto hasta límites insospechados. Sus primeros siete minutos son un prólogo de imágenes fascinantes por su belleza y su carga onírica donde Lars Von Trier, a los sones del “Tristán e Isolda” de Wagner resume todo lo que luego rematará la película. En esos siete minutos está el argumento completo en imágenes cifradas, demostrando el genio danés, uno de los directores más importantes de la historia del cine, que puede reventar la emoción del cine norteamericano adelantando el final en su preámbulo, que se lo puede permitir, que lo hace y que queda hecho regalándome de paso, para mí, la mejor escena de la historia del cine, porque ese prólogo me hipnotiza y me hipnotizará durante el resto de mi vida, porque nada podrá alcanzar semejante magnitud en mi mente por la belleza apabullante de sus imágenes.

Tras el mencionado prólogo onírico y derrochadoramente bello en lo estético hasta puntos inenarrables con simples palabras, Lars Von trier decide cambiar radicalmente de discurso y de forma estilística en su “Parte Uno: Justine” para hablarnos, con los códigos propios de su cine más reconocible (bruscos movimientos de cámara al hombro propios del más clásico Dogma), de la compleja boda de una chica desequilibrada mentalmente en una familia de perturbados con situaciones límite que lógicamente recuerdan en muchos momentos a la tensión irrespirable “Celebración” de su colega y genio correligionario Thomas Vinterberg. Un derroche de mala leche y belleza formal que no puede dejar a nadie indiferente.

Bruscamente, la “Parte Dos: Claire” gira temática y plásticamente para acercarnos al drama de la hermana, cuñado y sobrino de Justine que tienen que hacerse cargo de ella cuando su salud mental acaba por desatarse hasta la explosión final.

Pero aquí está ocurriendo algo que va mucho más allá de la tragedia familiar y que va a forzar el giro definitivo de la película: el planeta Melancolía se acerca a la Tierra y hay rumores de que podría chocar con ella. Y Lars Von Trier, para introducirnos en ese ambiente preapocalíptico es capaz de crear la atmósfera más malsana que jamás he contemplado antes en ninguna otra película en toda mi vida, una atmósfera irrespirable que acaba contagiando al espectador al mismo ritmo que a los personajes, un fascinante salto al abismo que culmina con una de las más bellas escenas finales que nunca haya dado el cine, donde demuestra que sólo las personas que han vivido de forma mentalmente inestable están preparadas para afrontar los avatares imponderables de la vida porque ya lo perdieron todo, un nihilismo antropológico como jamás se haya contado otro.
Sergio Berbel
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9
29 de septiembre de 2020
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El siempre inquieto, experimental y genial Richard Linklater, tras rodar una película que es la vida misma llamada “Boyhood”, logró estrenar con retraso otro híbrido apasionante, consistente en este caso en la mezcla entre documental y ficción, más bien documental ficcionado, con cierto aire expreso a los mejores Coen, sobre un personaje tan sorprendente, como apasionante y deslumbrante, llamado “Bernie”.

Lo más llamativo de la película es la forma en la que cose perfectamente Linklater aportaciones a cámara reales de las gentes de tan pintoresco pueblo tejano con la historia que desarrollan sus actores y actrices y conseguir que todo encaje perfectamente creando un todo unitario en un sorprendente y maravilloso tono de comedia negra que, entre risas y sonrisas, desliza una crítica sociopolítica de la América profunda apabullante y despiadada.

“Bernie” es la historia de un hombre de 39 años, un genio de la tanatopraxia, que es contratado por la funeraria de un pequeño y ultraconservador pueblo de la Texas más profunda, donde Donald Trump podría pasar por un peligroso rojo. Él tiene mano con todo el mundo y se acaba convirtiendo en el personaje más querido del pueblo, sobre todo entre los feligreses de la iglesia y muy especialmente entre las viudas, su auténtica especialidad.

Cuando la mujer más rica y a la par más desagradable y maleducada del pueblo enviuda, Bernie se hace su mejor amigo a velocidad punta. Y, a partir de ahí, comenzará una comedia trágica que nos llevará hasta un final judicial.

Es en esta última parte en la que Richard Linklater da rienda suelta a su ácida crítica social contra la hipocresía, los dobles raseros, la moral a conveniencia y el fracaso absoluto del sistema judicial en general y el norteamericano en particular. Y lo más meritorio y gozoso es que lo consigue entre risa y risa, porque la película, a pesar de las cosas tan lamentables que cuenta y de tener un pie en el documental, no deja de ser divertidísima. Pura comedia negra pareciere salida de las mentes de los hermanos Coen.

Se beneficia además la cinta de las interpretaciones fantásticas de sus protagonistas: desde un Jack Black contenido por primera vez en su vida, pasando por una fantástica Shirley MacLaine y llegando al gran personaje cómico de la película, un maravilloso Matthew McConaughey como fiscal facha cuyos diálogos corresponden a los mejores momentos de la película.
Sergio Berbel
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10
29 de septiembre de 2020
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Paradójicamente, a pesar de ser abogado, el género judicial no está precisamente entre mis prioridades cinéfilas. Demasiado alambicado, irreal, fantasioso y novelesco en la mayor parte de las ocasiones, suele producirme bostezos por previsible y por sentirlo excesivamente de fórmula. Obviamente, hay una excepción que brilla por encima de todo y de todos porque es una obra capital de la historia del cine: “Matar a un ruiseñor” de Robert Mulligan. Muy cerca siento “Anatomía de un asesinato” de Otto Preminger, quizás por el mismo motivo.

Cercano en mi corazón al inmortal Atticus Finch que encarnara para la posteridad Gregory Peck en “Matar a un ruiseñor”, está ese Paul Biegler, abogado fracasado de poca monta que prefiere el jazz y la pesca a los tribunales y que encarna mágicamente James Stewart en la gran obra maestra de Preminger.

A ese picapleitos, un don nadie de provincias al que pocos clientes respetan para pagarle, le encarga la defensa de su marido una mujer irresistible con escasa apariencia de víctima, la mejor interpretación de su carrera de Lee Remick. El cónyuge, militar, es asesino confeso del propietario de la cantina por haber violado a su mujer. El personaje de James Stewart tan sólo cuenta con un Sancho Panza alcohólico y una secretaria cansada de no cobrar nunca porque el despacho no da para más para defender lo indefendible.

El metraje de la cinta está ocupado en buena medida con el desarrollo del procedimiento judicial y con la lucha imposible entre David y una fiscalía Goliat que tiene todas las cartas en la manga. Y de mucha sensualidad y erotismo contenidos y afortunadamente impropios de una cinta de 1959, además de quedar como testimonio indeleble del papel de la mujer en la sociedad de los años 50, afortunadamente tan alejado y superado respecto de la actual. Queda muchísimo camino por recorrer para lograr la igualdad real, pero un vistazo a los hechos y, sobre todo, a las valoraciones y comentarios sobre la mujer en los años 50 habidos en esta cinta, basta para entender que afortunadamente también lo hay recorrido ya.

Todo ello rodado con una elegancia exquisita por parte de Preminger, con una preciosa fotografía en blanco y negro de Sam Leavitt, con un guión pleno de tensión eléctrica de Wendell Mayes adaptando al cine la novela de Robert Traver, y con la música de, ahí es nada, un tal Duke Ellington, que además se permite un pequeño cameo en mitad del metraje.

Imposible dar más por menos. Y, sobre todo, respetar más al espectador, que deberá ponerse en la piel del jurado para tomar una decisión que marcará el devenir de muchas vidas para siempre.
Sergio Berbel
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10
28 de septiembre de 2020
1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
David Fincher, un cineasta peculiar al ser capaz de aglutinar en torno a su filmografía el favor de la crítica y del público de forma simultánea, cosa que pueden decir muy pocos más allá de Alfred Hitchcock, Billy Wilder o Alejandro Amenábar.

David Fincher no es un cualquiera. Es el tipo de “El club de la lucha”, el cineasta de cuya mente surgió "Seven" o "Zodiac", motivos por los que fácilmente vemos venir que no le van los thrillers rutinarios y fabricados en serie propios de Hollywood. Con “Seven”, cambió para siempre los márgenes del cine de psicópatas, además de mostrarnos la lluvia como nunca antes. “Zodiac” nos demostró de forma irrefutable que lo que le importa es el hecho en sí de la investigación y no la conclusión de la misma.

Años después, David Fincher reapareció por el noir con "Perdida" y retornó dispuesto a descuartizar las normas del género de nuevo, y de paso a la sociedad borrega en la que vivimos, los medios de comunicación ávidos de sed y porquería en la que escarbar sin conciencia ni ética alguna, justicieros y enamorados de la telebasura, a una secuestrada con demasiado doble fondo y escasa perspectiva de ser una víctima al uso, a un falso culpable con el que es imposible dejar de empatizar cada vez más y con una sabiduría a la hora de gestionar tiempos y formas de la narración espectacular. El uso de los flashbacks como técnica para ir sembrando dudas en el espectador es de matrícula de honor, y como los mismos van evolucionando desde el romanticismo hasta la fábula alambicada.

Y, como siempre y como no podría ser de otra manera, David Fincher es una máquina de crear imágenes técnicamente deslumbrantes. Pero también un sabio: sabía que no era este el guión para lucir palmito con planos bellamente imposibles; decide pasar a un segundo plano y dejar que el guión sea el único protagonista posible; y sacar lo mejor de los actores. Y mira que esto último está difícil, porque elegir a Ben Affleck (uno de los mejores directores de nuestro tiempo, pero uno de los peores actores que existen) para soportar el peso de un film donde guión y personajes son lo que brillan a pesar de tener detrás un director cargado de talento visual, parece una decisión arriesgada.

Pero a donde no llega ni puede llegar Ben Affleck aparece sobrada y superdotada Rosamund Pike, la gran estrella de la función, bordando la interpretación de un personaje muy complejo de afrontar sin caer en el exceso, situación de la que Pike sale cum laude.

Y, desde luego, quien de todo ello sale con bien y por la puerta grande, es David Fincher. Si el cine es entretener, apasionar, deslumbrar, dejarte boquiabierto en el patio de butacas giro imposible tras giro imposible y escena tras escena, y hacer que sus personajes suelten como si nada frases que son auténticas cargas de profundidad, "Perdida" es un reloj suizo para ello y Fincher el mejor de los relojeros soñados.
Sergio Berbel
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