La palabra que mejor define Pacific Rim es exceso. Más que una película, Pacific Rim es la fantasía infantil de un director recordando destructivas batallas con Action Man, Transformers o Power Rangers. Buscar profundidad o sentido de la mesura en Pacific Rim es lo peor que se puede hacer.

Pero ese exceso es a la vez la mayor virtud de esta película. No hay dobles intenciones ni mayor pretensión aquí que Guillermo del Toro dando rienda suelta a su yo más catastrófico, ruidoso y simple. Podemos decir que Pacific Rim es una película sincera, porque nunca pretende ser más de lo que ofrece, un espectáculo recargado y barroco en el que el tamaño cuenta, el ruido cuenta, la destrucción cuenta. Poco importa la lógica, o incluso esa historia de desproporcionados ecos apocalípticos. Lo básico para comprender el mundo que presenta Pacific Rim, se explica en un par de escenas al principio de la película. A partir de ahí, todo es la demolición colosal de ciudades, aparatos e incluso océanos.

Tanta explosión sin embargo sí pasa factura al filme. Es imposible emocionarse con él, o sentir la mínima empatía por sus protagonistas, más arquetipos de cine de acción que personajes en un sentido dramático, pero dudo mucho que esto le importe un comino a del Toro: como ya hizo Michael Bay con sus Transformers (de forma mucho más patriótica y rutinaria), lo que importa es el espectáculo, agotador por momentos, de robots gigantes enfrentándose con una especie de cruce entre anfibio, alien y Gozilla (gigantes también, claro).

Es posible que la sencillez y la intención directa, de puro hedonismo destructivo, no se haya comprendido del todo, de ahí el fracaso comercial que ha sufrido la película. Pero Pacific Rim es y se debe disfrutar como eso: una orgía pulp, cercana a la serie B, de proporciones gigantescas.