Acostumbrados a lidiar con títulos americanos donde las historias de venganza necesitan de grandes efectismos, requiebros argumentales, sobreactuaciones psicóticas, sexo gratuito, giros finales inverosímiles y un largo etcétera de lugares comunes, ver una obra como está supone un balón de óxigeno para nuestros maltratados paladares cinematográficos.

No es que la historia sea especialmente original, pero el director sabe adentrarse en un clima tortuoso más propio de Haneke que de, por ejemplo, el exhibicionismo efectista de Paul Verhoeven.

Lo dice el refrán, la venganza es un plato que se sirve frío, y esta frialdad en la ejecución es exactamente lo que refleja el film. Para destruir una vida no se necesitan llamadas destructivas, ni cuchillos afilados, sólo una seducción malsana que lleve al borde del abismo psicológico.

Ante este planteamiento, el magnífico desarrollo del film se cimienta en el impecable duelo interpretativo (una torturada Catherine Frot y una espléndida Déborah François en su papel de delicado y silencioso ángel vengativo) y en una sensación de angustia que va in crescendo a medida que vamos descubriendo el maquiavélico plan de la François.

Sin necesidad de explicitar nada podemos palpar la creciente tensión sexual y el clima opresivo que se apodera del film, lástima que finalmente se opte por poner todas la cartas sobre la mesa en un final cerrado que este tipo de película no requería. De todas maneras es más que recomendable verla y alejarse así de seducciones fatales y demás títulos de semejante calaña.

Lo mejor: Las dos protagonistas.
Lo peor: Que no tenga un final más abierto.