Tras cinco años ausente, el hombre con conciencia ha vuelto a colocarnos delante de su mundo que, aunque mostrado a su manera, es el mundo de todos. Y a mí, además, me gusta como lo cuenta. Resulta casi increíble, bordeando el esoterismo, la doctrina Kaurismaki que consiste en infundir alma a pétreos personajes finlandeses y que nos riamos con individuos que desconocen la sonrisa y casi las muecas.

Las desventuras de un exilado sirio, aunque las instituciones lo consideren un viajero caprichoso, en un lugar como Helsinki, son el punto de partida del bueno de Aki para reflexionar sobre los problemas de quienes huyen de la guerra y el horror, y aquellos otros que afectan a los occidentales: pérdida de sensibilidad, soledades, aburrimiento y otras alienaciones.

Su estilo, sus colores, sus planos, las pocas palabras, los escasos gestos, ese surrealismo de baja intensidad, que utiliza solo para subrayar la verdad..., nos llevan una vez más a la esquemática, y a la vez cálida, casa de un creador único e inconfundible que acaba de cumplir 60 años y al que los perdedores (entre los que me incluyo) desean que cumpla al menos 60 más, para seguir teniendo voz y representación.