La acción transcurre en la Nueva Inglaterra del fines del XVII, pero el fenómeno es extrapolable a cualquier punto de la Europa Moderna, como prueba irrefutable de las pulsiones homicidas de que fue capaz el monoteismo cristiano, metido en cintura por la progresiva secularización de los tiempos, pero tan criminal como los otros dos de la misma ralea. Lo que conviene recordar en una época en que el terrorismo de raiz religiosa se quiere atribuir en exclusiva a otros credos. Magnifico guión, excelente interpretación y espléndido ritmo narrativo que me tuvo cogido por el cuello desde el principio de la película hasta su acongojante y trágico final. Lo más convincente, el ejemplo de honradez y coherencia de los perdedores. Lo más repulsivo (precisamente por fiel a la realidad histórica), el hermanamiento entre cristianismo y poder político, tan antiguo como aquella doctrina, pero tan beneficioso para ambas instancias como lo fue en sus orígenes. ¡Qué razón tiene Michel Onfray cuando argumenta que nunca, como en el momento presente, estuvo el mundo tan necesitado de una ateología militante! No se les ocurra perdérsela.