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Voto de Tiggy:
8
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Western
Después de años de sangrienta lucha contra los colonos y el ejército, el jefe apache Gerónimo se ve obligado a abandonar su tierra. Pero Massai (Lancaster), el guerrero más orgulloso de la tribu, se niega a aceptar la derrota y se enfrenta con astucia a la caballería. Y a medida que su cruzada se acerca al final, se dará cuenta de que debe perseverar, no sólo para salvar su vida, sino también para preservar el orgullo de su raza. (FILMAFFINITY) [+]
9 de junio de 2021
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras Big Leaguer (1953), película que reafirmó como buena, pero no indicadora de lo que quería expresar en el medio cinematográfico, el símbolo del cine estadounidense de posguerra Robert Aldrich se reveló ante el mundo con Apache, excelente wéstern antibelicista, crítico y revisionista sobre las convenciones del género y de la propia sociedad americana. En una pionera hazaña por restaurar la dignidad y el honor del pueblo indio, Aldrich saborea el amargo sabor del crepúsculo del Viejo Oeste desde la rendición del legendario jefe apache Gerónimo en 1886 y el posterior sometimiento institucional hacia los nativos americanos, condenados a ver cómo su cultura y todo lo que fueron moría con el nacimiento de los Estados Unidos. Esta labor de restauración histórica imprime la leyenda de Massai (Burt Lancaster), guerrero apache renegado de las nuevas circunstancias que amenazaban la supervivencia de los suyos, que, con la cabeza bien alta y el corazón lleno de orgullo, decidió proclamar la guerra al mundo entero.
Antes de 1954 se habían rodado grandiosos e innumerables wésterns. El caballo de hierro (John Ford, 1924), Espíritu de conquista (Fritz Lang, 1941) o La diligencia (John Ford, 1939) son algunos de ellos. Y, si en algo se parecen, es en la deshumanización y simplificación extrema del nativo americano. Son asesinos, bestias, depredadores que atacan en manada hasta la llegada del 7º de caballería que los arrasa sin piedad en una gesta heroica. Pero también podían ser bufones, ridiculizados por la ignorancia hacia un nuevo mundo que se erguía, con furia y vigor, ante sus ojos. La esquematización casi sistemática de toda una cultura se fue incrustando, a la fuerza, en el ideario popular de una forma tan cruel como deshonesta con la historia. Pero finalizó la Segunda Guerra Mundial, llegó la década de 1950 y, con ella, un período de revisionismo en la escena cinematográfica norteamericana. El macartismo y el Comité de Actividades Antiestadounidenses se hicieron dueños de las recientes inhóspitas tierras pobladas por cineastas como Elia Kazan, Joseph L. Mankiewicz o Joseph Losey, calumniados, expulsados y perseguidos como si fueran los mismos indios que décadas atrás sufrieron las consecuencias del inicio de una nueva era. Entre estos nativos cinematográficos estarían Fred Zinnemann, replicando las nuevas circunstancias de los Estados Unidos en forma de wéstern revisionista con la obra maestra Solo ante el peligro (1952), o Robert Aldrich, con esta particular Apache.
Aldrich vio en la novela de Paul I. Wellman (Broncho Apache, 1952) la oportunidad perfecta, a pesar de ser pagado con el mínimo sindical, de plantar su simiente estilística y hacerla crecer bajo el sol abrasador del Salvaje Oeste. Simiente que, al igual que el maíz cheroqui, supo crecer en todas partes. Desde el wéstern hasta el bélico con ¡Ataque! (1956) o el noir con El beso mortal (1955), Aldrich labró un campo de cultivo próspero y único en las vírgenes tierras del cine norteamericano de posguerra, cosechando fama internacional cuando los críticos franceses, Françcois Truffaut entre ellos, se aventuraron en ellas. De espíritu crítico y revisionista, el nacido en Rhode Island, a la hora de la siembra, cambió el hoyo por las fisuras morales de la sociedad estadounidense desde las que florece Apache con independencia, orgullo y, sobretodo, violencia.
Tres atributos que conforman al héroe protagonista de esta homérica aventura marcada por la incansable búsqueda de la dignidad personal, marcado y rastreado por el poder institucional responsable de corromper a una sociedad entera, incluyéndose en ella a sus semejantes apaches. Una situación familiar para todos aquellos que, durante los años 50, fueron acusados de comunismo por el 7º de caballería del momento: el senador McCarthy. Massai fue el padre fundador de, como denominaba el escritor e historiador Román Gubern, ‘una galería de héroes frustrados y amargos… infelices, grises y desafortunados’ desde las que se erige el urgente alegato contra el poder que ha marcado la filmografía del cineasta, con una fuerza agresiva, rabiosa y revolucionaria incluso dentro de los estándares e imposiciones de Hollywood. La sociedad enfrentada al individuo, y la violencia subversiva como única vía de diálogo. Es, por encima de todo, la violencia lo que prevalece, tanto en el cine de Aldrich, como en la convulsa e intencionadamente malinterpretada historia americana, forjada a base de hierro y sangre. Por así decirlo, Apache es un reflejo de América y Aldrich, su espejo.
Antes de 1954 se habían rodado grandiosos e innumerables wésterns. El caballo de hierro (John Ford, 1924), Espíritu de conquista (Fritz Lang, 1941) o La diligencia (John Ford, 1939) son algunos de ellos. Y, si en algo se parecen, es en la deshumanización y simplificación extrema del nativo americano. Son asesinos, bestias, depredadores que atacan en manada hasta la llegada del 7º de caballería que los arrasa sin piedad en una gesta heroica. Pero también podían ser bufones, ridiculizados por la ignorancia hacia un nuevo mundo que se erguía, con furia y vigor, ante sus ojos. La esquematización casi sistemática de toda una cultura se fue incrustando, a la fuerza, en el ideario popular de una forma tan cruel como deshonesta con la historia. Pero finalizó la Segunda Guerra Mundial, llegó la década de 1950 y, con ella, un período de revisionismo en la escena cinematográfica norteamericana. El macartismo y el Comité de Actividades Antiestadounidenses se hicieron dueños de las recientes inhóspitas tierras pobladas por cineastas como Elia Kazan, Joseph L. Mankiewicz o Joseph Losey, calumniados, expulsados y perseguidos como si fueran los mismos indios que décadas atrás sufrieron las consecuencias del inicio de una nueva era. Entre estos nativos cinematográficos estarían Fred Zinnemann, replicando las nuevas circunstancias de los Estados Unidos en forma de wéstern revisionista con la obra maestra Solo ante el peligro (1952), o Robert Aldrich, con esta particular Apache.
Aldrich vio en la novela de Paul I. Wellman (Broncho Apache, 1952) la oportunidad perfecta, a pesar de ser pagado con el mínimo sindical, de plantar su simiente estilística y hacerla crecer bajo el sol abrasador del Salvaje Oeste. Simiente que, al igual que el maíz cheroqui, supo crecer en todas partes. Desde el wéstern hasta el bélico con ¡Ataque! (1956) o el noir con El beso mortal (1955), Aldrich labró un campo de cultivo próspero y único en las vírgenes tierras del cine norteamericano de posguerra, cosechando fama internacional cuando los críticos franceses, Françcois Truffaut entre ellos, se aventuraron en ellas. De espíritu crítico y revisionista, el nacido en Rhode Island, a la hora de la siembra, cambió el hoyo por las fisuras morales de la sociedad estadounidense desde las que florece Apache con independencia, orgullo y, sobretodo, violencia.
Tres atributos que conforman al héroe protagonista de esta homérica aventura marcada por la incansable búsqueda de la dignidad personal, marcado y rastreado por el poder institucional responsable de corromper a una sociedad entera, incluyéndose en ella a sus semejantes apaches. Una situación familiar para todos aquellos que, durante los años 50, fueron acusados de comunismo por el 7º de caballería del momento: el senador McCarthy. Massai fue el padre fundador de, como denominaba el escritor e historiador Román Gubern, ‘una galería de héroes frustrados y amargos… infelices, grises y desafortunados’ desde las que se erige el urgente alegato contra el poder que ha marcado la filmografía del cineasta, con una fuerza agresiva, rabiosa y revolucionaria incluso dentro de los estándares e imposiciones de Hollywood. La sociedad enfrentada al individuo, y la violencia subversiva como única vía de diálogo. Es, por encima de todo, la violencia lo que prevalece, tanto en el cine de Aldrich, como en la convulsa e intencionadamente malinterpretada historia americana, forjada a base de hierro y sangre. Por así decirlo, Apache es un reflejo de América y Aldrich, su espejo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
No es casualidad que, para ello, la película arranque con la rendición pacífica de ‘el que bosteza’, el jefe apache Gerónimo, punto desde el que muchos historiadores sitúan el nacimiento de los Estados Unidos. La puesta en escena es, intencionadamente, grandilocuente y majestuosa, definida acertadamente como ‘exagerada’ para el historiador cinematográfico Georges Sadoul en pos de la teatralidad emocional que marcó el estilo visual de Aldrich, altamente influenciado por Jean Renoir, cineasta para el que trabajó como ayudante de dirección, en el que muchos personajes deben interactuar, pretendiendo apelar a una postura reivindicativamente realista donde el humanismo se postula como el reflejo de la realidad física, en este caso histórica, libre de manipulación. Desde este primer encontronazo entre la tribu Bendoke y el Ejército Nordista, Aldrich nos expone de forma directa y sin regodeos los temas vertebrales de la película; el esfuerzo del hombre por prevalecer ante la opresión institucional, las fisuras éticas de la sociedad y la rebeldía del personaje protagonista, Massai, ‘Lagarto Gris’. De la misma forma, el dibujo del héroe, configurado casi como un mesías mártir anulado por la violencia dominante y abocado a la muerte desde el principio por su insurrección ante un universo en descomposición moral. La muerte es contemplada como la única salvación para Massai, al igual que lo fue para Jesucristo, figura bíblica con la que Aldrich se toma la libertad de comparar figurada y plásticamente durante la película.
La angustia y la rabia reprimida del personaje se proyectan en la excelente interpretación de Burt Lancaster, actor de imponente presencia física y profunda mirada oceánica capaz de santificar al guerrero sediento de sangre que es Massai. Pero esto sería imposible si Aldrich no hubiera dotado al personaje de una capa más reflexiva que permite ahondar en su firme psicología en relación al revisionismo que hace sobre la historia americana. El constante debate entre el triunfo social, la dignificación del pueblo indio, y el fracaso personal, la deformación del espíritu ‘guerrero’ apache, permiten entender desde perspectivas contemporáneas la lucha de Massai contra el mundo, empatizando con él y su causa, visible explícitamente en puntos críticos de la narración como la toma de contacto entre el propio Massai y el granjero cheroqui (Morris Ankrum) o su retorno a la reserva india, concebida por Aldrich como un campo de concentración.
Esa estampa, tristemente familiar durante el período de posguerra, es el síntoma de un mundo que desaparece ante ojos del héroe, más antihéroe, del relato, y la ambigüedad con la que este lo contempla desde la primera línea de la historia y de la condición humana. Porque el Salvaje Oeste no es Salvaje, ni es Oeste, si no hay indios. Con esto, Aldrich tira una flecha de existencialismo que alcanza a Massai, y por la que se legitiman sus acciones, tanto las bondadosas como las miserables, en un debate que alcanza cierta espiritualidad sobre la supervivencia del individuo con la integración en una sociedad que abomina y devora todo lo que ha sido y lo que es, cambiando radicalmente el qué será mientras asesina, figuradamente, al individuo a través de la deliberada destrucción de su cultura y su identidad.
Apache es una obra con una fuerza descomunal, inusualmente enérgica dentro del género e inusitadamente reveladora dentro de una industria norteamericana estadounidense incapaz de mantener su Peacemaker enfundada, disparando contra ella para deformar la visión de Aldrich, y, de nuevo, para deformar la misma historia americana, con un final que el mismo realizador catalogó como ‘deshonesto’ por lo ambiguo y antinatural de su uso, deliberadamente implantado por la United Artists para edulcorar la crueldad desde la que nacieron los Estados Unidos.
La angustia y la rabia reprimida del personaje se proyectan en la excelente interpretación de Burt Lancaster, actor de imponente presencia física y profunda mirada oceánica capaz de santificar al guerrero sediento de sangre que es Massai. Pero esto sería imposible si Aldrich no hubiera dotado al personaje de una capa más reflexiva que permite ahondar en su firme psicología en relación al revisionismo que hace sobre la historia americana. El constante debate entre el triunfo social, la dignificación del pueblo indio, y el fracaso personal, la deformación del espíritu ‘guerrero’ apache, permiten entender desde perspectivas contemporáneas la lucha de Massai contra el mundo, empatizando con él y su causa, visible explícitamente en puntos críticos de la narración como la toma de contacto entre el propio Massai y el granjero cheroqui (Morris Ankrum) o su retorno a la reserva india, concebida por Aldrich como un campo de concentración.
Esa estampa, tristemente familiar durante el período de posguerra, es el síntoma de un mundo que desaparece ante ojos del héroe, más antihéroe, del relato, y la ambigüedad con la que este lo contempla desde la primera línea de la historia y de la condición humana. Porque el Salvaje Oeste no es Salvaje, ni es Oeste, si no hay indios. Con esto, Aldrich tira una flecha de existencialismo que alcanza a Massai, y por la que se legitiman sus acciones, tanto las bondadosas como las miserables, en un debate que alcanza cierta espiritualidad sobre la supervivencia del individuo con la integración en una sociedad que abomina y devora todo lo que ha sido y lo que es, cambiando radicalmente el qué será mientras asesina, figuradamente, al individuo a través de la deliberada destrucción de su cultura y su identidad.
Apache es una obra con una fuerza descomunal, inusualmente enérgica dentro del género e inusitadamente reveladora dentro de una industria norteamericana estadounidense incapaz de mantener su Peacemaker enfundada, disparando contra ella para deformar la visión de Aldrich, y, de nuevo, para deformar la misma historia americana, con un final que el mismo realizador catalogó como ‘deshonesto’ por lo ambiguo y antinatural de su uso, deliberadamente implantado por la United Artists para edulcorar la crueldad desde la que nacieron los Estados Unidos.