Desde que existe el cine, su principal problema ha sido su total incapacidad para transmitir el olor de sus escenas. Al consistir, por definición, en un arte audiovisual, el cine desde siempre ha descuidado y despreciado la naturaleza olfativa del espectador, dejando un vacío inexcusable en el abordaje de esta importantísima facultad sensorial. Menos mal que el Maestro Clint, uno de los pocos que se han preocupado por enmendar esta omnipresente rémora, con Sin Perdón logra superar las limitaciones implícitas del celuloide y consigue crear un producto que apesta a mierda por doquier.

¿Cómo lo consigue? Nadie lo sabe; los Maestros guardan bien sus secretos, pero el caso es que la escena del principio, en la que se puede ver a Clint revolcándose con los puercos, ya parece apuntar algo al cariz mefítico que se irá desplegando en todo este maravilloso flim. También puede ayudar bastante a esta concepción el hecho de que todos los ambientes y personajes parezcan carcomidos por la peste o que algún que otro figurante alcance la mayor de las miserias, la muerte, mientras está cagando. Repito: no sé cómo lo hace Clint, pero a todos se nos antoja que Morgan Freeman hiede a sobaco y las prostitutas, a bacalao rancio.

Ni que decir tiene que esta esplendorosa película, pionera en el género pestífero, ha de verse acompañado por gente de confianza, de ésa que puede soltar en cualquier momento un buen cuesco y aportar su granito de arena al ambiente de esta colosal obra.