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España España · Santa cruz de Tenerife
Voto de pakos:
9
Comedia. Romance Lily, una carterista que se hace pasar por condesa, conoce en Venecia al famoso ladrón Gaston Monescu, quien a su vez se hace pasar por barón, y se enamoran. Gaston roba al aristócrata François Fileba y huye con Lily antes de que le descubran. Casi un año después, en París, Gaston roba un bolso con diamantes incrustados a la viuda Mariette Colet, pero se lo devuelve y la cautiva de tal forma que lo contrata como secretario. (FILMAFFINITY) [+]
7 de diciembre de 2017
21 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
“ El sentido del humor es una prueba de la inteligencia”, afirma Borges. Por tanto, el necio no tiene sentido del humor, si se me permite una vulgar conclusión silogística.
Si Borges viviese hoy, conservando la vista que perdió prematuramente y acudiese a una sala de cine para presenciar alguno de los engendros de humor soez y encefalograma plano con los que nos castiga el cine de los últimos años, saldría horrorizado a los cinco minutos de proyección, pero para curarse de espanto, en casa, se administraría una medicina infalible y reponedora, por ejemplo , una cinta de Lubitsch, y haría bien…
Existen diferentes tipos de risas. Hay risas deliberadamente ofensivas, destructivas, que emanan de infundados prejuicios, del recelo, de la envidia o de un patético complejo de inferioridad, vitriolo endémico que sufrimos hoy.
Hay risas vulgares y sucias, como la del parroquiano que cuenta chistes verdes en el bar que frecuentamos.
Otras tienen su origen en la simple alegría de sentirse vivo, como cosquillas del alma, nos reímos sin más, somos felices, aunque sea solo unos momentos, eso es todo. Hay risas cómplices, otras sardónicas, incluso de voluptuosidad sádica. Hay risas comprensivas, inteligentes, captamos lo que vemos u oímos y lo celebramos con ese “gesto correctivo”( así definía Bergson a la risa). A este último tipo de risa pertenece el cine de Lubitsch.
Con el sentido del humor trascendemos, salvamos obstáculos, desdramatizamos, alivio estoico, aunque su fuente sea la desesperación. En el fondo “no somos más que vísceras a medio pudrir", sentencia Celine. Riamos, por tanto.
Hay, naturalmente, una tipología para el sentido del humor. El absurdo, como el de los hermanos Marx o el de Samuel Beckett, colindante con el surrealismo y, si me apuran ,del dadaísmo. Aquí pueden entrar en juego la pirueta conceptual del juego de palabras, la pantomima, la mordacidad, la ironía e incluso el sarcasmo. Es un humor destructivo con las reglas, con la moral , pero nunca soez, todo lo contrario, lo inteligente radica en la forma, en la expresión. Con el sentido del humor negro, en cambio, bromeamos con cosas que maldita la gracia que nos hacen, como la enfermedad y la muerte, pero lo hacemos, precisamente para desdramatizar, en definitiva es un estoico consuelo (sirvan de ejemplos la escritura de Celine o el Verdugo de Berlanga). Hay también humor loco, disparatado y circense, el de las “screwball comedies”( La fiera de mi niña, Luna nueva o Al servicio de las damas). Existe también un tipo de humor que siempre he admirado por su sutileza y minimalismo, el humor abstracto, como el de Tati ( Mi tío, Las vacaciones de señor Hulot). Está también el sentido del humor soez, claro está, deleznable e idiota, desgraciadamente el de la mayoría de la películas actuales.. El sentido del humor elegante y sofisficado, donde pueden entrar en juego todos los señalados antes, salvo el humor soez. Y en este tipo, el sofisticado, recala el arte de Lubitsch.
Un ladrón en la alcoba es un prodigio de delicadeza, de elegancia, de expresión ( verbal y gestual), nada chirría, con una gracia alada que aún causa asombro habida cuenta del año de producción (1932).
La historia es lo de menos, dos ladrones de guante blanco (Herbert Marshall y Miriam Hopkins) que se escudan en falsas entidades se alían para un robo de joyas y se enamoran. Nada nuevo, hasta aquí. Pero Lubitsch saca de su varita mágica todo un banquete de juegos conceptuales, de circense y delirante pantomima (véase el final de la película que no voy a desvelar), de humor surrealista (Herbert Marshall, señalando en la terraza a la luna, le dice al mayordomo al comienzo de la cinta: “ Cuando llegue la marquesa, quiero que esa luna esté ahí, solo ahí” y el mayordomo, haciendo gala de su servilismo congénito, balbucea sorprendido un “ Sí señor…sí,señor.
No hay que soslayar la labor magnífica de secundarios impagables y exquisitos como Ruggles o Edward Horton, testigos de los equívocos molierescos de este tipo de historias.

No lo olvidemos, en Lubitsch, el gesto es de importancia capital, a veces, más incluso que la palabra ( y otra vez remito al final, uno de los mejores finales que uno haya presenciado, donde se dan la mano la comicidad y el fulgor romántico), Sin Lubitsch sería impensable un Billy Wilder, esta joya lo corrobora.
Si con Buster Keaton, encaramos todo tipo de adversidades ( guerra, masas de gente enloquecida, tormentas,etc) para conquistar a la amada, si con Chaplin soportamos todo tipo de humillaciones para lograr igual botín sentimental, con Lubitsch, apelando a la sensibilidad e inteligencia del espectador, nos hallamos ante una mayor exigencia, pero el esfuerzo, vale la pena.
Me comentaba uno de los usuarios de Filmaffinity, un competente cinéfilo, que el espectador actual padece de "alergia al cine en blanco y negro". Le doy toda la razón del mundo, el panorama es tan desalentador como el paisaje que Tarr nos muestra en El caballo de Turín.
Proust utilizó la atinada expresión " huérfanos del arte", que es casi como decir orfandad del alma, o de Dios. Una cura para librarnos de ese cáncer es el visionado de películas como esta, un saludable y altruista consejo.
pakos
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