Una pesadilla, una psicofonía, unas voces susurrantes, una neurosis, una sombra sigilosa, una casa encantada y unas pastillas para dormir.
A. de la Iglesia agita la coctelera de lo extrasensorial y le imprime un sesgo de realidad, lo adereza con una suave veladura de misticismo y le aplica el barniz de lo cotidiano para presentarla en público como una película absorbente, original, lúcida y compulsiva.
Otros escritores, guionistas y directores ya nos habían enseñado el modo de abrir la puertas de la cámara de los horrores.
La verdadera aportación del cineasta español consiste en mostrar la clave para volverla a cerrar.