Tyler Burton Smith, un guionista que empezó su carrera escribiendo para videojuegos, ha logrado el propósitos de los productores: reactualizar el mito creado en 1989 por Don Macini.

En la octava película de Chucky encontramos un terror conectado, literalmente, con la sociedad del “big data” y de los dispositivos caseros y juguetes en red. El terror que provoca la pérdida de la privacidad y el potencial dominio apocalíptico de la tecnología cobran aquí unos visos de miedo verosímil, que luego, como es habitual, da paso al gore y al humor bastante paródico que siempre han caracterizado a la saga del muñeco diabólico.

Lars Klevberg dirige aquí su segundo largometraje y aporta una sugerente pasión por la iluminación con atmósfera y por una escenografía de regusto ochentero, pero sin apalearnos a referencias (cosa que se agradece).

Por otra parte, el factor humano también viene marcado por la cercanía que presenta la robótica antropomórfica en la actualidad, y que viene dada por un diseño animatrónico de Chucky, con retoque digital, bastante loable.

Además, el protagonismo de una madre soltera y un hijo preadolescente, con problemas para encontrar amigos, provoca cierta conexión con un espectador más joven. No obstante, dada la salvaje comicidad de la mitad del film más vale asegurarse de a quién ponemos delante de la pantalla. Por el momento, queda una aceptable revisión del mito que, cuando menos, sirve de alerta para alexas, siris y compañía.

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