El señor Hitchcock y otros grandes creadores de Hollywood probaron su talento frente a la industria y el público apoyados únicamente en el resultado de sus películas. El caso de Tarantino es bien distinto. A su innegable talento hay que añadir una ejército de fans cultos, analfabetos o digitales, convertidos en legión. Ante tan buenos amigos poco importa si repite sus vicios, se enrolla durante interminables minutos o frivoliza sobre el bien y el mal. Mucho menos que, tal vez para acallar acusaciones seguramente infundadas, pretenda defender vehementemente lo obvio, lo inaceptable del racismo. Los verdaderos artistas suelen chocar con la corrección política y trabajar al margen de la opinión del mass media. Lástima que tanto talento se derroche en mirarse el ombligo y agradar a tanto friki. Resulta, en este sentido y en algún otro, pesadísimo.