Retratar en cine la particular y lamentable situación de Palestina, generalmente respecto al Estado israelí, suele ser algo fuerte, la concordancia que puede existir en esos trabajos quizá sea el mensaje esperanzador que tienen estas obras audiovisuales, la realidad, como es bien sabido, dista mucho de una solución pacífica y humana.

Elia Suleiman, director palestino, se aleja de cualquier convencionalismo fílmico para presentar algo sobre su nación, donde él mismo será el protagonista sin mediar palabra alguna, pareciera únicamente como si solo tomará una cámara y filmara un pseudodocumental de la realidad, inicialmente en su país y luego trasladándose a París y Nueva York.

De la misma forma que había hecho en Yaddon Ilaheyya (Intervención divina, 2002), su película más reconocida, la historia que compone se basa en una serie de secuencias que parecen inconexas entre sí, pero que forman parte de sociopolítico que busca transmitir, sin ser tampoco completamente evidente.

Por un lado, el realizador se enfoca en el papel de los cuerpos policiales y su represión, además del papel de los marginados, sean migrantes o sean los palestinos en Israel, mostrando esto, reitero, de forma poco convencional, de hecho, la obra se compone de estas escenas llenas de humor absurdo que da una sensación curiosa.

Por otro lado, Suleiman realiza un juego con el meta-cine, donde busca financiación para la película que estamos viendo, se comenta sobre su realización o bien, se le entrevista sobre la misma en un ejercicio que resulta en suma curioso.

Propuesta interesante, divertida y hasta extraña, que requiere paciencia de parte del espectador debido a su estilo, como se menciona en uno de sus gags, es imposible que recaude mucho dinero.