Es de sobra conocido que los niños que trabajan en películas de terror o de ciencia ficción van directos al infierno antes de alcanzar la adolescencia. Pero Lucifer no es tonto, y además es travieso a la par que perezoso. Por ello deja con vida de vez en cuando a un infante en quien delegar en ratos de apatía y así podernos joder la vida sin respiros. Es el caso de Drew Barrymore, una rechoncha con cara de cerdo que reboza con ira nuestras entrañas a base de aparecer en comedias románticas como esta, clásica historia universitaria, con el gamberrismo bajo mínimos, la verosimilitud en bancarrota y la estupidez en su máxima expresión, construida, como casi todas las del género, a partir de una excusa muy poco trabajada para mantener la trama con el ridículo objetivo y fin primordial de un beso con lengua bien dado.
La mayoría de corderitos terrestres hemos caído alguna que otra vez en la trampa, pero aún hay una salida: quemar todos los Blockbuster y kioskos de prensa. Sálvese quien pueda.