En un oasis entre el cine deportivo y el de las más sacrificadas disciplinas artísticas -en este caso, ambos- siempre ha germinado esa semilla dramatúrgica que es campo abonado para los leit motivs de superación y el espíritu del esfuerzo, motivación personal y, huelga decirlo, fértil desencadenante de traumas físicos y emocionales.
Y Cedric Kaplisch, con la vista a punto de posarse de nuevo sobre ya sabemos qué criaturas de su muso Romain Duris y Kelly Reilly, vuelve a tirar fuerte de su don para el retrato urbano y tragicómico para, no obstante, ahorrarse enfoques de tragedia griega más propios de un Darren Aaronofsky, y no digamos de los viajes de terrorífica acidez lisérgica y psicopatía deconstruida (en lo narrativo) de la perspectiva de Gaspar Noé; legándonos lo que el director de la tetralogía del Albergue Español mejor sabe ofrecernos: plasmar los claroscuros de personalidades volátiles, amistad y un sentimiento de fraternidad -o de toxicidad- que acompañan en su sprint personal a un puñado de seres imperfectos con vidas ídem a los que en puntuales momentos -tanto como cabe esperar de una feel good movie al 80 %- les suena la flauta y les sale (casi) todo tan recto como la correcta ejecución de un spagat o la solidez para estrenarse como actriz de la primera bailarina de la Ópera de París, Marion Barbeau (a ratos, sin embargo le falta el empujon de energía que también adolecía Marine Vacth en unos titubeantes comienzos).
Un movimiento perfecto que poca relación guarda con la serie de televisión a cuyo recuerdo pueda inducir erróneamente una libre y meliflua retitulación al español.