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Voto de Jordirozsa:
6
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5,3
1.537
Terror
Sophia ha alquilado una casa en medio de la nada. Y ha pagado un dinero extra para que no le hagan preguntas. Su única compañía será Michael Solomon, un ocultista que debe ayudar a Sophia a colmar su deseo más profundo: realizar un largo y extenuante ritual para poder contactar con su difunto hijo. El problema es que Sophia no ha sido del todo franca con Michael. (FILMAFFINITY)
15 de abril de 2023
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Parece increíble que un planteamiento tan minimalista como el que nos propone Liam Gavin, en «A Dark Song» (2016), su primera contribución al largometraje como director, pueda ahondar en tal grado de profundidad psicológica, antropológica y filosófica. Desde el establecimiento del «set», la reducción del elenco a prácticamente dos actores (Catherine Walker y Steve Oram), que nos tendrán casi todo el rodaje en su tan intenso como las veces absurdo «tête à tête», en el tan acotado (y sellado con sal) espacio de una vivienda campestre en medio de la nada del País de Gales, hasta los detalles técnicos básicos de la producción, como son la fotografía y la banda sonora, el enunciado de esta cinta, coproducción irlandesa con el Reino Unido poco permite augurar el nivel de angustia acumulada, y de expectativa mantenida en los noventa y nueve minutos que nos mantendrá en vilo, debatiéndonos entre la contumaz y obsesiva determinación de una madre de poder volver a contactar con su difunto hijo, y la siempre dudosa (por lo menos por cómo se muestra su personaje) habilidad de una especie de médium o hechicero llamado Michael Solomon, de carácter cínico (a la par que inseguro, por esto seguramente su alcoholismo es un parapeto de sus propios temores en lo que concierne a su nivel de autoconfianza), conducta no menos decidida y, cuando menos, destreza profesional en sus quehaceres y los conocimientos que demuestra tener sobre ellos.
El equipo de Gavin se ocupa de introducirnos, lo máximo posible, en la diégesis de la película, en el seguimiento meticuloso, paso a paso, tras la cámara de Cathal Walters, de la tortuosa evolución que va siguiendo el tándem protagonista, para lograr sus respectivos propósitos. En una aproximación lo más cercana posible a la propia realidad del espectador, de manera que poco margen deja para el distanciamiento entre éste y lo que les ocurre a las figuras dramáticas que veremos mutar en todos los sentidos, en su periplo, en la pantalla. En caso contrario, la percepción del «film» se antojará insufriblemente lenta, la de un relato en la que prima la importancia de los más mínimos detalles en la marcha del progreso evolutivo de los acontecimientos, y en el comportamiento de las dos auto confinadas personas que los viven. Por encima y más allá de lo que suelen tratar, mucho más atosigadamente, las películas del género o categoría de las invocaciones «mágicas», que propician la súbita e inmediata aparición de entes de todas clases: demonios, espíritus, almas, ectoplasmas o encarnaciones de las más variopintas y creativas clases de monstruos. En «A Dark Song», en cambio, tiene que pasar tiempo para que «suceda algo» que haga literalmente saltar de su cómoda postura, por lo menos al (o a los) gato(s) del paciente concurrente al visionado.
Este tiempo para algunos se antojará como una agónica eternidad; para el resto igual de apesadumbrado, aunque con el nivel de «arousal» al tope máximo, intentando discernir la autenticidad y la efectividad del complejo ritual al que se habrán sometido Sophia y Joseph, como si se tratase de un examen práctico de convivencia matrimonial. Y cuando por fin seamos testigos de un reducido y discreto repertorio de manifestaciones sobrenaturales, la pregunta que surgirá sin remedio sera la de «¿es todo real, o fruto del activamente buscado desquiciamiento de la imaginación en dos humanos (individuo e individua) que se han sometido voluntariamente al debilitamiento fisiológico y mental provocado por la intensa atmósfera claustrofóbica?»
Un enfermizo ambiente, no generado ya tanto por la naturaleza del lugar en el que se desarrolla la acción, sino por la situación de estrecha relación entre ambos, los extraños ritos que se están llevando a cabo, y los constantes y voluptuosos efluvios psicoafectivos que se generan.
Gavin, también guionista en esta ocasión, se lo juega todo a una sola carta: los actores, la interpretación de sus respectivas realidades y la relación entre ellos. Como un intérprete musical que ejecuta una sonata monódica para instrumento solo.
Hay una focalización en el mundo objetivo interno con la no inclusión (o supresión) de elementos que distraerían, de estar presentes (exceso de efectos, decorados…), del viaje interno de los protagonistas: el basculante juego de debilidades y fortalezas; los choques de voluntades; su interacción mutua en cuerpo y alma; sus procesos cognitivos y emocionales. A nivel narrativo se desprende de todo efectismo o símbolo contextual superfluo. El espectador hace la función de observador externo, de escrutador o «penetrador» de dos almas que, con el interminable tiempo que se hallan encerrados en el caserón, se han ido ensombreciendo durante su camino a lo desconocido, en el que la audiencia no hace (o no tendría que hacer, de ninguna manera), un mero papel contemplativo pasivo, ya que entonces será cuando seremos presa del aburrimiento.
Se dan varios frentes de ignorancia o desconocimiento en cuanto al poso ideo afectivo de los personajes, que pueden confundir al público en esta especie de metamorfosis nouménica. Pero precisamente el tenue hilo de tensión que se genera en el espectador de forma casi imperceptible se desvanecería si partiéramos del detallado mapa de experiencias y eventos previos a la historia que presenciamos. Su desvelamiento prematuro quitaría todo sentido al relato. Uno de los componentes que contribuye a generar incertidumbre, son las dudas sobre la autenticidad y las certeras habilidades del «brujo». Los secretos no revelados de la mujer (aka, su falta de honestidad); el tiempo que discurre antes de que seamos dignos de poder ser testigos de alguna «manifestación» interesante, de que nos de esta sensación de estar haciendo el ridículo (la película tiene capacidad de hacernos sentir identificados con el hechicero, su clienta, o ninguno de ambos) durante el metraje.
Podemos encontrar varias referencias que entroncan su sentido con la obra de Rudolff Otto («Lo Santo», 1917).
El equipo de Gavin se ocupa de introducirnos, lo máximo posible, en la diégesis de la película, en el seguimiento meticuloso, paso a paso, tras la cámara de Cathal Walters, de la tortuosa evolución que va siguiendo el tándem protagonista, para lograr sus respectivos propósitos. En una aproximación lo más cercana posible a la propia realidad del espectador, de manera que poco margen deja para el distanciamiento entre éste y lo que les ocurre a las figuras dramáticas que veremos mutar en todos los sentidos, en su periplo, en la pantalla. En caso contrario, la percepción del «film» se antojará insufriblemente lenta, la de un relato en la que prima la importancia de los más mínimos detalles en la marcha del progreso evolutivo de los acontecimientos, y en el comportamiento de las dos auto confinadas personas que los viven. Por encima y más allá de lo que suelen tratar, mucho más atosigadamente, las películas del género o categoría de las invocaciones «mágicas», que propician la súbita e inmediata aparición de entes de todas clases: demonios, espíritus, almas, ectoplasmas o encarnaciones de las más variopintas y creativas clases de monstruos. En «A Dark Song», en cambio, tiene que pasar tiempo para que «suceda algo» que haga literalmente saltar de su cómoda postura, por lo menos al (o a los) gato(s) del paciente concurrente al visionado.
Este tiempo para algunos se antojará como una agónica eternidad; para el resto igual de apesadumbrado, aunque con el nivel de «arousal» al tope máximo, intentando discernir la autenticidad y la efectividad del complejo ritual al que se habrán sometido Sophia y Joseph, como si se tratase de un examen práctico de convivencia matrimonial. Y cuando por fin seamos testigos de un reducido y discreto repertorio de manifestaciones sobrenaturales, la pregunta que surgirá sin remedio sera la de «¿es todo real, o fruto del activamente buscado desquiciamiento de la imaginación en dos humanos (individuo e individua) que se han sometido voluntariamente al debilitamiento fisiológico y mental provocado por la intensa atmósfera claustrofóbica?»
Un enfermizo ambiente, no generado ya tanto por la naturaleza del lugar en el que se desarrolla la acción, sino por la situación de estrecha relación entre ambos, los extraños ritos que se están llevando a cabo, y los constantes y voluptuosos efluvios psicoafectivos que se generan.
Gavin, también guionista en esta ocasión, se lo juega todo a una sola carta: los actores, la interpretación de sus respectivas realidades y la relación entre ellos. Como un intérprete musical que ejecuta una sonata monódica para instrumento solo.
Hay una focalización en el mundo objetivo interno con la no inclusión (o supresión) de elementos que distraerían, de estar presentes (exceso de efectos, decorados…), del viaje interno de los protagonistas: el basculante juego de debilidades y fortalezas; los choques de voluntades; su interacción mutua en cuerpo y alma; sus procesos cognitivos y emocionales. A nivel narrativo se desprende de todo efectismo o símbolo contextual superfluo. El espectador hace la función de observador externo, de escrutador o «penetrador» de dos almas que, con el interminable tiempo que se hallan encerrados en el caserón, se han ido ensombreciendo durante su camino a lo desconocido, en el que la audiencia no hace (o no tendría que hacer, de ninguna manera), un mero papel contemplativo pasivo, ya que entonces será cuando seremos presa del aburrimiento.
Se dan varios frentes de ignorancia o desconocimiento en cuanto al poso ideo afectivo de los personajes, que pueden confundir al público en esta especie de metamorfosis nouménica. Pero precisamente el tenue hilo de tensión que se genera en el espectador de forma casi imperceptible se desvanecería si partiéramos del detallado mapa de experiencias y eventos previos a la historia que presenciamos. Su desvelamiento prematuro quitaría todo sentido al relato. Uno de los componentes que contribuye a generar incertidumbre, son las dudas sobre la autenticidad y las certeras habilidades del «brujo». Los secretos no revelados de la mujer (aka, su falta de honestidad); el tiempo que discurre antes de que seamos dignos de poder ser testigos de alguna «manifestación» interesante, de que nos de esta sensación de estar haciendo el ridículo (la película tiene capacidad de hacernos sentir identificados con el hechicero, su clienta, o ninguno de ambos) durante el metraje.
Podemos encontrar varias referencias que entroncan su sentido con la obra de Rudolff Otto («Lo Santo», 1917).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
La búsqueda del ser humano de su redención a través de la experiencia con lo «insondable», lo «indescriptible», como «peak experience» de lo espiritual. Sea cuál sea el punto de partida religioso. En este caso, más hacia lo pagano, de forma sincrética con la tradición católica (de la que Irlanda, en su tradición, es uno de los máximos exponentes).
Los personajes resultan creíbles, pues se manifiestan bañados de esta expresión cultural religiosa. Están desprovistos de condimentos superfluos, aunque no pueda parecerlo, dado el despliegue de los «artefactos» (libros, leyendas, símbolos y ritos…) que se ponen en la mesa de juego. Sin embargo, revelan por encima de todo, su parte más humana. Por esto funcionan, tanto ellos como la película. Sus reacciones y comportamientos, magistralmente actuados, aportan un sinfín de identificaciones distintas, llenas de significados, dinámicas, no estáticas. Y ello contribuye enormemente a la marcha del guion del propio Gavin, que así se asegura una mayor legitimidad en su propuesta, a la par que se garantiza el control de qué explicar, y de cómo explicarlo.
Como el constante vaivén de un péndulo, no en un único sentido bidireccional, sino en una tridimensionalidad circular, el diseñador de producción, Conor Dennison, es capaz de convertir el reducido espacio de la casa, y el «tempo» de los acontecimientos en algo acongojantemente infinito. Por esto, a pesar de su aparentemente tediosa lentitud, el ritmo crea una creciente e imparable inquietud.
De todos es consabido, y mñas para los que (científicamente hablando, por supuesto) nos dedicamos al estudio de la mente humana, que ésta puede jugar muy malas pasadas cuando se la somete (tanto a ella como a su inseparable sustrato orgánico, el cuerpo) a situaciones de tamaña presión, como las que representa el «film». Basta con presenciar la naturaleza y cantidad insufrible de perrerías a las que Sophie acaba siendo sometida. Se supone que ella se tiene que «purificar» de cualquier contingencia terrenal, y hacerse merecedora de la «aparición» o «ingenti demonstratione» de ese «ángel de la guarda» que le garantizará el poder retomar el contacto con su fallecido vástago (por lo que, a fin de cuentas, Solomon ha sido pagado). Pero ¿y si al final no es así? Esta situación de ambigüedad será la que se alimentará, y en la que se nos mantendrá hasta el desenlace.
La relación entre los personajes no deja de representar, gráfica y simbólicamente, un juego relacional con tonalidades sadomasoquistas, que no deja de ser otro caso de la representación de nuestras relaciones cotidianas con los demás, así como las de carácter más intrapersonal (es decir, con nosotros mismos, siempre asaltados por la hesitación y la ambivalencia), encerrados en una cáscara que edificamos nosotros mismos para auto recluirnos en una determinada situación: nuestro cómodo campo preferido, llamado «zona de confort».
Lo que muchos «slashers» nos hacen cuestionar sobre la violencia, en el contexto del desparrame y derroche de hemoglobina y menudillas, «A Dark Song» consigue que nos lo planteemos con un sutil minimalismo, capaz de sugerir la más descarnada brutalidad. Esto nos recuerda a producciones como «Martyrs» (2008), de Pascal Laugier, en los que, de una manera, digamos muy «impresionista», más que grandilocuente o efectista, presenta a unos personajes obsesionados en explorar el «sentido» (si es que se le puede llamar así) del dolor y del sufrimiento extremo; la búsqueda de un estado extático de plenitud a través del tormento como herramienta expiatoria.
«A Dark Song» es la búsqueda (a la par que una idea de la huida de la insoportable realidad del «aquí y ahora») de la redención El desesperado anhelo de lo salvífico, que, como en una ascensión a un importante pico montañoso, halla su culmen en el encuentro final de lo insondable. Aunque Gavin se guarda la historia del menos peligroso posterior trayecto de descenso.
Los personajes resultan creíbles, pues se manifiestan bañados de esta expresión cultural religiosa. Están desprovistos de condimentos superfluos, aunque no pueda parecerlo, dado el despliegue de los «artefactos» (libros, leyendas, símbolos y ritos…) que se ponen en la mesa de juego. Sin embargo, revelan por encima de todo, su parte más humana. Por esto funcionan, tanto ellos como la película. Sus reacciones y comportamientos, magistralmente actuados, aportan un sinfín de identificaciones distintas, llenas de significados, dinámicas, no estáticas. Y ello contribuye enormemente a la marcha del guion del propio Gavin, que así se asegura una mayor legitimidad en su propuesta, a la par que se garantiza el control de qué explicar, y de cómo explicarlo.
Como el constante vaivén de un péndulo, no en un único sentido bidireccional, sino en una tridimensionalidad circular, el diseñador de producción, Conor Dennison, es capaz de convertir el reducido espacio de la casa, y el «tempo» de los acontecimientos en algo acongojantemente infinito. Por esto, a pesar de su aparentemente tediosa lentitud, el ritmo crea una creciente e imparable inquietud.
De todos es consabido, y mñas para los que (científicamente hablando, por supuesto) nos dedicamos al estudio de la mente humana, que ésta puede jugar muy malas pasadas cuando se la somete (tanto a ella como a su inseparable sustrato orgánico, el cuerpo) a situaciones de tamaña presión, como las que representa el «film». Basta con presenciar la naturaleza y cantidad insufrible de perrerías a las que Sophie acaba siendo sometida. Se supone que ella se tiene que «purificar» de cualquier contingencia terrenal, y hacerse merecedora de la «aparición» o «ingenti demonstratione» de ese «ángel de la guarda» que le garantizará el poder retomar el contacto con su fallecido vástago (por lo que, a fin de cuentas, Solomon ha sido pagado). Pero ¿y si al final no es así? Esta situación de ambigüedad será la que se alimentará, y en la que se nos mantendrá hasta el desenlace.
La relación entre los personajes no deja de representar, gráfica y simbólicamente, un juego relacional con tonalidades sadomasoquistas, que no deja de ser otro caso de la representación de nuestras relaciones cotidianas con los demás, así como las de carácter más intrapersonal (es decir, con nosotros mismos, siempre asaltados por la hesitación y la ambivalencia), encerrados en una cáscara que edificamos nosotros mismos para auto recluirnos en una determinada situación: nuestro cómodo campo preferido, llamado «zona de confort».
Lo que muchos «slashers» nos hacen cuestionar sobre la violencia, en el contexto del desparrame y derroche de hemoglobina y menudillas, «A Dark Song» consigue que nos lo planteemos con un sutil minimalismo, capaz de sugerir la más descarnada brutalidad. Esto nos recuerda a producciones como «Martyrs» (2008), de Pascal Laugier, en los que, de una manera, digamos muy «impresionista», más que grandilocuente o efectista, presenta a unos personajes obsesionados en explorar el «sentido» (si es que se le puede llamar así) del dolor y del sufrimiento extremo; la búsqueda de un estado extático de plenitud a través del tormento como herramienta expiatoria.
«A Dark Song» es la búsqueda (a la par que una idea de la huida de la insoportable realidad del «aquí y ahora») de la redención El desesperado anhelo de lo salvífico, que, como en una ascensión a un importante pico montañoso, halla su culmen en el encuentro final de lo insondable. Aunque Gavin se guarda la historia del menos peligroso posterior trayecto de descenso.