Lo tenía todo para ser la comedia de la década: un Javier Cámara entregado, Lola Dueñas en carne viva, grandes chistes, buena localización, para acabar contándonos la enésima lacrimógena historia de un mal padre que no quiere a sus hijos para acabar todos justitos, felices y comiendo perdices escabechadas, eso si con una espuma de concentrado de limón tailandés aderezado con buen sentido del humor y tópicos por doquier. ¿Tan dificil es hacer una comedia a secas, sin necesidad de recurrir a la patética reconciliación familiar?