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Voto de el pastor de la polvorosa:
9
Drama. Romance Un hombre vuelve a Estrasburgo para buscar a una mujer de la que se enamoró seis años atrás y recuperar aquel mágico momento. Es verano. El joven extranjero callejea observando y dibujando gestos y expresiones captadas azarosamente en la calle sin dejar de buscar a esa mujer, cuyo recuerdo gravita sobre la ciudad. Esa búsqueda le conduce a otra mujer y ésta a otra... siempre bajo la invocación de la ausente. (FILMAFFINITY)
18 de enero de 2014
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la ciudad de Sylvia explora esa sensación que a veces se tiene cuando uno está solo en una ciudad extraña, y cree reconocer en otras figuras la de alguien a quien desea. También, claro está, el simple placer de mirar a las mujeres en verano.

El protagonista de la película (él) llega a una ciudad medieval (Estrasburgo) persiguiendo una visión: las primeras imágenes nos revelan que esa visión es al mismo tiempo una quimera (el oscilante reflejo nocturno en una pared) y una realidad de la que existen pruebas tangibles (un mapa, un folleto de un local denominado Les aviateurs; de otro modo, podríamos pensar que su historia con Silvia no es más que una argucia para ligar). En esa primera escena, el protagonista se nos aparece como un poeta romántico en trance de creación, con un aspecto decididamente decimonónico frente a una pared cubierta por un sutil papel floreado.

La película está llena de resonancias literarias y culturales, que no son un adorno ni una pedantería sino que configuran una estructura para su sustancia que, de otro modo, resultaría quizá demasiado volátil. El nombre de Silvia evoca las ninfas latinas de los bosques, y su moderna encarnación en la Sylvie de Nerval (la imagen romántica por excelencia de la ensoñación amorosa). Pero la referencia determinante para la estructura de la película es la del amor cortés medieval: el amante como el que mira de lejos, sin permitirse el contacto con la amada; cuando se sobrepasa la línea invisible, la mujer (ella) repite el gesto de un anuncio junto a la parada del tranvía, y se lleva el dedo a los labios.

La mirada de Guerín registra las pintadas de amor dedicadas a Laura (el nombre de la amada de Petrarca, a la que éste vio una mañana en la iglesia de Santa Clara de Avignon, y a la que dedicó su Cancionero a partir de esa sola visión; pero l'aura es también “el aire” en italiano), y a los operarios que limpian pintadas con un chorro de agua a presión (se diría que borran el amor).

La única música no justificada narrativamente, que aparece en dos momentos claves de la estructura de la película (asociada al mismo encuadre de una calle en curva), es una chanson del compositor flamenco del siglo XV Josquin Desprez, cuya letra comienza: “Ninfas, napeas, nereidas y dríades, venid a llorar mi desolación“.

Una escena al final de la segunda parte muestra con claridad al protagonista como un fauno melancólico, que reposa junto a la estatua de un león abatido, contemplando a unas ninfas junto a una fuente.

Para perpetuarlas, dibuja: en un cuaderno cuyas hojas el viento hace pasar en haz en varias ocasiones, como en una primitiva figuración del cine.

El protagonista, imagen idealizada del director voyeur cuya visión compartimos, es un ser solitario cuyas idas y venidas por la ciudad están puntuadas por la presencia de algunas figuras singulares que, en ocasiones, reaparecen: un acordeonista callejero, una clochard rodeada de botellas vacías, un negro que vende relojes y carteras, un anciano que echa migas a las palomas canturreando a Verdi, niños que juegan, gente que pasa con una barra de pan bajo el brazo, bicicletas, tranvías silenciosos...

Su principal ocupación es mirar a las mujeres, mantener enfocados sus rostros que se oponen y se superponen, sus reflejos que se mezclan con imágenes proyectadas a través de cristales, la curva de unas caderas, un pezón que se dibuja sutilmente en una blusa ligera, un vestido agitado por el viento en un tendal, una larga melena rubia agitada por la corriente de los tranvías que pasan.

Con este haz de visiones parciales de la belleza, Guerín recrea, platónicamente, la idea de una belleza total. En la ciudad de Sylvia no es un documental realista; la belleza no es en ella algo accesorio ni una contradicción decadente, sino que nos recuerda las palabras de Diótima a Sócrates: “Todos los hombres, Sócrates, son capaces de engendrar mediante el cuerpo y mediante el alma, y cuando han llegado a cierta edad, su naturaleza exige el crear. En la fealdad no pueden crear, y sí sólo en la belleza (...) Porque la fealdad no puede concordar con nada de lo que es divino; esto sólo puede hacerlo la belleza.”

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el pastor de la polvorosa
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