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Voto de billywilder73:
9
Drama La película tiene lugar en un viejo cine de Taipei en el que se va a proyectar la épica película de artes marciales de 1967 dirigida por King Hu, Dragon Inn. No será una proyección más, será la última antes de que se cierren sus puertas para siempre. (FILMAFFINITY)
1 de agosto de 2018
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Señores, pasen y vean, el espectáculo voyeur está a punto de empezar” “No esperen samuráis, leyendas ni espadachines... para bien o para mal, los tiempos han cambiado”
“Allá donde pisa no vuelve a crecer la hierba”. Viene de Oriente y también es una estrella, aunque gracias a “El sabor de la sandía”, rogamos que no sea fugaz. Es Tsai Ming-Liang, el nuevo Rey Mago del cine.

Se tacha a Ming-Liang de arriesgado, pero no debe ser ésa su mayor virtud, sino la inteligencia. Sólo un cineasta tremendamente inteligente puede ofrecernos una película tan coherente en su discurso como “Good bye, Dragon Inn”. ¡Quien se pica, ajos come!
Lo que viene a continuación, es una declaración de amor...
¡Cuarenta secuencias! ¡Planos eternos! ¡Cámara estática! Eso no es una película... es un prodigio, pero no por lo arriesgado del intento - ¡alabado el que intenta innovar en el país de los sosos! - sino por la consistencia del resultado. La forma, la belleza de lo estético, la composición de planos y la profundidad de campo van de la mano de lo narrativo. Nada es gratuito en “Good bye, Dragon Inn”, no se trata de un “tour de force” egocéntrico – al que se apuntarían muchos, entre ellos, Von Trier -, el travelling, para Tsai Ming-Liang, sigue siendo una cuestión de moral.
Y la moral de Ming-Liang juega con el tiempo y triunfa consiguiendo que entendamos su relatividad en la práctica allá donde Einstein sólo plasmó su teoría. La duración excesiva de los planos y la inmovilidad de la cámara nos produce esa sensación de lo interminable, de lo que pasa lentamente mientras que en la sala, viendo la película, el tiempo pasa volando.
He ahí la cuestión. El cineasta clava su feroz aguijón de avispa disfrazado de abeja Maya, trascendiendo de lo meramente nostálgico, pretendiendo sacarnos, aunque sea a trompazos, del ensimismamiento hipnótico – la oscuridad y la pantalla blanca – y la encerrona del cine clásico , ¡muerte a esa seducción de encefalograma plano que nos hechiza y emboba sólo para pasar un buen rato!
Tsai Ming-Liang es un Godard de ojos rasgados, y protesta, como lo hizo el Free Cinema o la Nouvelle Vague contra un cine que anula al espectador proponiendo un cine-diálogo que lo trate de tú a tú demandando su participación activa y no su esclavitud.
Pero como buen japonés mata con buenos modales mostrando el respeto y la reverencia hacia un cine que le hizo amar la profesión – en uno de los contados diálogos se despide así del cadáver: “soy japonés... sayonara” – y ofreciendo su gratitud antes de darle la extremaunción. Epílogo oriental, crónica de una muerte anunciada, réquiem por el que va a morir y velatorio, pero también salva orgiástica al cine de hoy – sin aquel cine no podría hacerse éste.
Los hombres mueren, también las modas y los modos - de representación, claro -, pero el tiempo continúa su tránsito inexorable – el niño pequeño mirando cine solo en su butaca y un anciano se sienta a su lado.
Y Jean-Luc Ming-Liang rompe con el encantamiento clásico con todo su arsenal estético, formal y narrativo; desbordando los límites de la pantalla jugando con el campo y el fuera de campo – esa lluvia interminable o la banda sonora del film proyectado - y llega a la cumbre de la genialidad y de la belleza en dos momentos memorables. En el primero - desde ya uno de los planos más inolvidables del cine - un personaje femenino aparece por una puerta justo al lado de la gran pantalla uniendo magistralmente realidad y ficción y despedazando a la vez esa sugestión maligna que perpetraron los clásicos – y que recuerda a su amado Godard en “Los carabineros” cuando los dos brutos saltan de sus butacas y se abalanzan hacia la pantalla al contemplar a una mujer en el baño -. En el segundo, las imágenes de la pantalla se reflejan en la cara de la protagonista ofreciendo un precioso espectáculo de luces y artificios convirtiendo su cara en otra pantalla de cine, metáfora de ese deseado feed-back.
“Good bye, Dragon Inn”, como la vida, avanza inexorablemente, devorando cadáveres por el camino, convirtiendo la sala y sus aledaños en un microcosmos donde el tiempo pasa velozmente - a veinticuatro fotogramas por segundo – y del que, como Groucho Marx, nos queremos apear para avanzar con más lentitud – escapando de nuestro estado hipnótico – antes de que desaparezcamos. Y en ese mundo en miniatura cinematográfico los personajes deambulan – como recuerdos grabados en la memoria - con los mismos vicios que padecen en sociedad.
La soledad de la mujer coja, apartada de la humanidad, abrazándose a las paredes para no molestar a nadie, queriendo desaparecer y sin embargo sin dejar de caminar fantasmalmente arrastrando pesadas cadenas sin saber adónde ir, como un Sísifo estival - que derretida la nieve - es condenado a vagar eternamente por el cine subiendo y bajando escaleras adentrándose en las entrañas de la máquina para poner en jaque mate su magia.
La incomunicación, donde Tsai Ming-Liang pone su acento de autor con una provocadora puesta en escena sobresaliente que manda callar a los personajes – incluso cuando el protagonista intenta ligar, su conversación es sustituida por la que mantienen los actores de la película de samuráis en otro intento por enterrar al espectador hipnotizado y mezclar realidad y ficción - o los hacina en los rincones – las escenas magistrales en las butacas y en el lavabo donde aprisionan y coartan la libertad del chico afeminado.
Tsai Ming-Liang, el nuevo Ozu, ojalá no se tarde tanto en reconocer su maestría. Pese a las alergias que provoca... ya se sabe el dicho, ¡sarna con gusto no pica!
billywilder73
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