Peliculón. Hacía tiempo que el cine no nos ofrecía una obra tan intensa, tan impactante y tan profunda desde un minimalismo tan consecuente, con una trama tan sencilla y diáfana y con unas implicaciones existenciales tan hondas. Viendo la sinopsis de la cinta pareciera que iba a ser tarea imposible tejer un mosaico tan denso, tan hondo, tan abismal, tan al límite como nos ofrece Alfonso Cuarón, regalándonos además muchas imágenes antilógicas por su perfección formal y por su belleza emocional y artística.

Se hace difícil hablar de la película – que es un puro poema visual – donde se dan la mano tanto algunas metáforas sobre la vida (ciertas imágenes que asemejan fetos, cordones umbilicales, flotando en el gélido espacio en contraste con en el cálido líquido amniótico), como cavilaciones inesperadas sobre la muerte y el duelo, y sobre la insondable fuerza vital que nos anima a seguir adelante más allá de las adversidades o de las limitaciones físicas o anímicas. Como quien no quiere la cosa, envuelto en una trama de película espacial, de lo que habla es de la tierra y de que nos emplaza a arraigarnos con convicción y a abrazar toda nuestra naturaleza.

El embalaje formal de la película nos ofrece una lucha contra el peligro de morir en el espacio debido a una catástrofe entre humana y cósmica, pero en realidad la ubicación física, el diseño externo, parece querer despistar o confundir sobre su verdadero propositico: renacemos cada vez que abrazamos la vida y tomamos todo lo que ella nos ofrece, sea o no lo que deseamos o lo que esperamos y queremos. Gracias a una perfección formal alucinante y una belleza visual sobrecogedora – que te mantiene en tensión extrema durante toda la cinta – y a una entrega total por parte de su protagonista (una Sandra Bullock, sin lugar a dudas, inolvidable) el resultado final es deslumbrante y perdurable.

Para todos los amantes del cine y para todos los desanimados con la vida: no se la pierdan, es oro puro.