Farhadi nos habla de cosas y vidas cotidianas en el Teherán contemporáneo y de cómo un hecho, un acontecimiento azaroso, inesperado, tal vez mínimo, puede cambiar por completo la vida de una pareja, su trabajo, su mundo, su aparente estabilidad.

El portentoso director iraní elabora con una rara pero sencilla perfección la radiografía de la destrucción de una pareja. La aparente sencillez de su cine esconde una puesta en escena superior, brillante, finamente observadora, a través de un relato llevado sin piedad con metronímico ritmo –pongamos tempo “moderato allegro”- que no decae en ningún momento, a veces como si de una película de suspense se tratara, disfrazándose de una especie de Hitchcock de lo cotidiano.

Lo verdaderamente prodigioso de este film es que consigue transmitirnos la tensión de los personajes, su agobio y preocupación. Enorme, poderosa intensidad emocional y fílmica en crescendo. La película también habla de los límites de la desconocida sociedad iraní y del peso agobiante de la tradición y la religión. Son jóvenes y modernos que paradójicamente, ante lo inesperado, recaen en comportamientos tradicionales y hoscos.A pesar de retratar ambientes intelectuales y de clase media–aquí el mundo del teatro- Farhadi sabe reflejar igualmente el papel secundario de la mujer en el Irán contemporáneo donde los hombres siguen teniendo aún la última palabra.

Los actores realizan un trabajo supremo que agrandan el mérito de un director con una carrera totalmente consolidada que, con su estilo de cámara total, impertinentemente presente, contrasta con el estilo estático, inmovilista, bastante aburrido me atreveré a decir, de la generación anterior –los Makhmalbaf, Kiarostami y algo menos Panahi-. Soberbia.