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Voto de Néstor Juez:
7
Drama En 1915, Camille Claudel (Juliette Binoche) es internada por su familia en un asilo de enfermos mentales al sur de Francia. Ya no volverá a esculpir, pero espera siempre la visita de su hermano, el escritor Paul Claudel. Fue rodada en un manicomio, donde Binoche actuó rodeada de auténticos pacientes con problemas mentales. (FILMAFFINITY)
2 de mayo de 2022
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Durante siglos la humanidad ha perseguido un objetivo casi inalcanzable: comprender nuestra propia psique. En Camille Claudel 1915 el realizador Bruno Dumont se comprometió con un enfoque tan sobrio como devastador para aproximar este dilema: transmitir el vacío emocional que la recluida escultora atravesaba, poner en escena su martirio transmitiendo su paisaje emocional antes que deteniéndose en su relato o sus acciones. No contemplamos dirigidos sus vivencias desde fuera, sino que durante 90 minutos vivimos su soledad desde dentro. Y a tenor de sus objetivos, los resultados son encomiables.

Desde los primeros compases del filme queda claro que una parte determinante del viaje sensorial se apoya en su específico y congelado tempo. La mínima sucesión de acciones y escasez de líneas de diálogo trazan esa lánguida prisión de enajenación vital, pero las formas acaban de despejar toda duda: no hay ninguna melodía intradiegética, y los planos abrazan el ascetismo de la propuesta: tomas fijas de larga duración que capturan al sujeto frontalmente, enclaustrando a Binoche en despiadados primeros planos. Pese a la ausencia de música, la presencia de sonidos crispantes e insistentes es continua: los compañeros de Claudel en el manicomio la atormentan con gritos, golpes insistentes con cucharas…que incrementan la sensación de pesadilla. Camille se desangra en una honda soledad y es dada la espalda por su familia. Por ello la compañía de Dios parece la única opción posible, y su misticismo obsesivo y penitencia a partir del rezo aportan el más rico rasgo tonal del filme. Un Dios silencioso, que abandona a su suerte a una desamparada Camille que le necesita más que nunca.

Muchas son las tentaciones en las que podría incurrir un intérprete al prepararse para un rol como el de Camille Claudel. Y sin embargo, Juliette Binoche ofrece una interpretación que transmite a la perfección el tormento que atraviesa Claudel sin recurrir a exhibicionismos histriónicos, pero exteriorizando el desgarro en toda su intensidad. El personaje se construye desde su rostro, y el abanico de matices que este ofrece a lo largo del depurado relato es embriagador: su mirada perdida, su gesto mohíno y su silencio, así como sus ojos enajenados o sus observaciones de reojo a lo que le rodea, dibujan con claridad meridiana su incomodidad y sentimiento de extrañeza hacia un mundo que no es el suyo. Y este trabajo sutil facial se complementa con un desolador arsenal de llantos devastadores como pocos hemos visto en la historia del cine reciente. Una tragedia irreversible que emerge del interior de Camille hacia el exterior y ante la cámara a través de los ojos de Juliette Binoche, que con su entrega y presencia omnipresente eleva el filme a otro nivel.

Como cineasta es fácil ceder ante recursos gratificantes de gratificación y distensión narrativa o visual para acomodar la experiencia al espectador. Que Bruno Dumont se suscriba con rigor a una propuesta tan árida como pertinente es una ponderable demostración de confianza en la capacidad de interpretación del público. Dios le niega la mirada a Claudel, y para entenderlo es necesario que no apartemos la nuestra.
Néstor Juez
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