Tomorrowland no es una película para niños: no la entienden. Tampoco es una película para adultos: no la entienden. Es más, me da que ni los mismos que la han escrito llegan a comprender el embrollo espacio-temporal que han montado. Es cierto que el lío les da para el lucimiento de escenarios y efectos especiales, pero poco más. A medida que uno se va perdiendo en las razones lógicas de la trama, más aburre, menos sorprende y más irrita un despliegue técnico brutal que, lejos de proponer ideas, las enreda con nuevas y estrambóticas peripecias que inevitablemente nos dirigen a un final tan previsible como lastimoso y repetido.

No obstante, hay secuencias muy bellas y escenas llenas de imaginación, como las que ocurren en París: sorprendentes, con calzador e innecesarias. La magia del cine, dicen. Vale. Pero no hay magia sin coherencia, es decir, sin inteligencia o, mejor, sin abusar de la del espectador; sobre todo si el producto se dirige a los niños y les estás contando un rollo de no te menees, como si estos fueran tontos.