La historia de la familia que se aísla en la naturaleza de la toxicidad de la sociedad consumista ya nos la han contado varias veces. No suena a nuevo ese conflicto entre el padre obcecado en vivir con el mínimo materialismo y la hija/o que, por la inevitable permeabilidad de la juventud que se abre al mundo, empieza a dudar de que estén siguiendo el camino correcto.

¿Qué es lo que hace diferente a "No dejes rastro"? Probablemente su honestidad, su humildad, su silencio en bastantes momentos, la forma que tiene de hacer de lo verde un personaje más. A Ben Foster hay que reconocerle la interpretación sólida y convincente, sin necesidad de excesos, de un personaje con una potente carga dramática. Y a Thomasin McKenzie hay que aplaudirle su mirada. Mirada que va de la curiosidad a la tristeza, al vacío, al dolor, a la madurez... Todo sin necesidad de diálogos demoledores.

Más allá de la evidente crítica a un modo de vida, o de lo cuestionable que puede resultar la apuesta por una senda alternativa, esta obra de Debra Granik nos deja un desafío fundamental: el de averiguar si somos dueños de nuestros pensamientos. Ahí es nada.