Pues no voy a exagerar la nota negativa, sinceramente. No es una maravilla, ni es deslumbrante, ni una obra maestra ni tiene nada que pueda encumbrarla a los altares; pero tampoco es que sea una bazofia. Mantiene cierto ritmo, cierta elegancia incluso, con una puesta en escena interesante que podría haberse aprovechado con otro tono, otro estilo y otra historia. Además, la banda sonora es agradable y los actores están bien. Por eso la apruebo. Lo malo es que de ahí no pasa.

El guiso de los Coen consiste en coger un género muy característico y cargárselo (los admiradores lo llaman «reinventarlo») a través de clichés y un humor negro (equiparable a «ridiculez») de lo más basto, añadiéndole una buena dosis de violencia macabra de lo más artificial. Se ve que esta receta gusta al público. A mi, la verdad, me parece mediocre.

Un ejemplo claro y nítido de este estilo es la tan alabada escena del asalto a la mansión del mafioso Leo. Yo sentí vergüenza ajena. Escena patética y absurda que rompe con toda pretensión de hacer una obra seria, si es que realmente se pretende, ya que por momentos parece, más que homenaje, parodia.

Además, ¿alguien puede decirme qué pinta el sombrero? Debe ser que se me escapa su significado trascendental, simbólico, emotivo, metafórico quizás... Y hablando de emotividad: la película tiene cero emoción y cero sentimiento. Hasta el amor lo hacen sin ganas, mientras nos quieren hacer creer que todo es muy dramático y muy profundo. Lo que es, es muy triste.

Muy triste porque «Muerte entra las flores» es sólo una muestra del cine de nuestros días; un cine que sigue, copia, se inspira o perfecciona la receta con la que los Coen cocinaron esta película, pero que yo, por mucho que lo intente, sigo sin tragarme.

Cinco raspado, que ya es mucho.