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Voto de Filiûs de Fructüs:
3
Ciencia ficción. Drama Una fábula épica romana ambientada en una América moderna imaginada. La ciudad de Nueva Roma debe cambiar, lo que provoca un conflicto entre César Catilina, un genio artista que busca saltar hacia un futuro utópico e idealista, y su opositor, el alcalde Franklyn Cicero, que sigue comprometido con un statu quo regresivo, perpetuando la codicia, los intereses particulares y la guerra partidista. Dividida entre ellos está la socialité ... [+]
18 de mayo de 2024
43 de 53 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dijo alguna vez Godard que el cine es grande porque se proyecta, y qué mejor testimonio de esa grandeza que la ‹première› de la película-espectáculo (‹panem et circenses› en su sentido más literal) de Coppola, Megalópolis, desconcertante relato retro-futurista que apela a la épica y a la hipertrofia visual para tratar de comprender hacia dónde se dirige el mundo, al tiempo que se cuestiona por qué el amor no es la fuerza motriz que lo impulsa. Breve digresión para añadir que, aun cuando la primera impresión al finalizar el film sea la del fracaso artístico, el cineasta estadounidense y el mundo del cine han salido ganando. En cierto pasaje de la película, César Catilina, ‹alter ego› del cineasta interpretado por un voluntarioso y desnortado Adam Driver, no cesa de repetirse: «Cuando se salta hacia lo desconocido, se demuestra que somos libres». Es una más de las numerosas muestras de narcicismo de Coppola (a estas alturas ya no deberían sorprender a nadie), que parece dialogar consigo mismo a través de sus personajes para convencerse de que la caída del Imperio Romano y las ruinas ficticias de su Nueva Roma nada tienen que ver con la debacle maximalista de su seguramente última película —aunque acaba de anunciar en rueda de prensa que ya ha empezado a escribir una nueva obra—. La frase, sin embargo, da buena muestra del triunfo de un soñador, de un loco de remate que, 40 años y 300 reescrituras de guion más tarde, consiguió materializar su propia película del futuro.

Sobre el papel Megalópolis lo tiene todo para fascinar: es desbordante, espectacular y libérrima como pocas, supone un salto al vacío (también artístico) de 120 millones autofinanciados sin garantías de ser rentables y tiene como ambición narrativa despejar las derivas autócratas de la actual política norteamericana con la decadencia de Roma (en pasado) y la posibilidad de escapar de ellas en un futuro utópico, donde el amor y la tecnología habrán sanado la civilización. Pero los problemas de Megalópolis empiezan —y se mantienen a lo largo del metraje— cuando se inicia la experiencia en sala. El “deleite ficcional” con la película será esquivo incluso para aquellos espectadores (entre los que me gusta pensar que me encuentro) que abogan por la existencia de una imagen contra-canónica del cine contemporáneo, que pugne contra el esquematismo formal y la ausencia de toma de riesgos. En Coppola todo es riesgo, pero en esta ocasión todo es también descalabro, arrogancia y orgullo hortera. La dirección de actores/actrices, todos nombres célebres y contrastados, alcanza incluso cotas de crueldad (lo sentimos por ti, Shia LaBeouf), suponiendo la honrosa excepción Aubrey Plaza, quizás la única que parece entrar en el juego satírico-megalómano del cineasta de Detroit. El desfile de efectos prácticos y digitales parece inagotable, y Coppola se encarga de no reservar ni un solo recurso en la chistera (pantalla partida, superposiciones, fundidos encadenados, diversidad de encuadres… ¡incluso un acto performativo en el que un señor del público sube al escenario y dialoga con la pantalla!). El inconveniente principal de todo ello es que estos recursos parecen gratuitos: no tienen coherencia ni continuidad porque enseguida aparecen aplastados por el siguiente recurso visual, que a su vez es inmediatamente triturado por el siguiente y… bueno, ya me entendéis.

Este despliegue tan anárquico y aparatoso de recursos juega en contra del propio desarrollo y estructura narrativa del film, que termina por tornarse incomprensible y errática. Jamás consigue Coppola engarzar las distintas tramas y subtramas de Megalópolis para dar algo de empaque y poner un poco de orden en su proyecto. Tampoco parece que sea su prioridad. La realidad es que, más allá de la profunda decepción inicial que latía al finalizar la película (que habrá que valorar en su justa medida con el paso del tiempo y las revisiones), hay algo hermoso en esta suerte de ‹harakiri› artístico (sin tener en cuenta que es una película que dará mucho que hablar): pensar que un cineasta octogenario (invoco también las últimas obras de Skolimowski o de Godard, para cerrar el círculo que iniciamos al inicio de la reseña) sigue jugando, experimentado y divirtiéndose con la impulsividad y la despreocupación de las almas juveniles.

_Escrito para Cinemaldito.com
Filiûs de Fructüs
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