Este telefilm se empeña en dar tantas hipótesis y explicaciones al fenómeno (un satélite de los Estados Unidos, al caer en la Tierra, trae consigo un virus de origen desconocido que se transmite por el aire y mata a todos los mamíferos, por tanto a los seres humanos, por coagulación de la sangre) que acabas por no saber cuál es la verdadera explicación: ¿es una forma de vida extraterrestre, o es artificial, creado en laboratorio? En este último caso, ¿podría venir del futuro, del futuro de la civilización humana, para que el pasado, nuestro presente, pueda cambiar una posible catástrofe futura? ¿Se plantea una paradoja temporal que afecta de lleno, por medio de un organismo peligrosísimo, a la supervivencia de la especie humana, un poco como en "Doce monos" (Twelve Monkeys, 1995, de Terry Gilliam)? ¿Para qué ser un héroe (el personaje de Benjamin Bratt, menos heroico que el Bruce Willis del film de Gilliam) si el Apocalipsis está condenado a ocurrir, a repetirse, en una trama que juega al fatalismo y sin embargo nos engaña llegando a un final feliz de una manera forzada e increíble?

Lo mejor, o casi, de estas tres horas, es cuando la pareja de cinéfilos que se han ido de excursión al desierto, con el coche, empiezan a soltar una retahíla de películas apocalípticas: "La noche de los muertos vivientes", "28 días después"... Son los típicos tontainas que se encuentran con la amenaza cuando menos se lo esperan (como la parejita de novios que encuentran el satélite, nada más comenzar la acción); pero, esta vez, vehiculan un gracioso juego metalingüístico.