Es posible que la vida de Chuck Barris, productor de televisión y sicario de la CIA al mismo tiempo, sea de película y muy fascinante de contar, pero George Clooney, en su debut como realizador, patinó a la hora de transmitir al espectador su interés por la misma y por la figura de Barris.
A pesar de los elogios casi unánimes que recibió Confesiones de una mente peligrosa, sin duda comprensibles debido al estilo tan particular que imprime Clooney (ni comedia, ni drama, ni thriller, sino todo a la vez y mezclado de una forma sin duda original), la película es sorprendentemente escasa en su contenido, entendiendo por esto que en ningún momento el espectador siente un desmesurado interés por la vida de este hombre tan extraño que es Barris en la cinta. Quizás al director le entusiasme su historia, pero el espectador se queda frío ante los minutos que pasan demasiado despacio y con un ritmo irregular.
Sin duda, lo mejor de la película es la decisión de Clooney de escoger a Sam Rockwell como protagonista. Rockwell es uno de esos secundarios de lujo que hacen fácil lo difícil y que se manejan igual de bien en comedia y drama, y en esta película demuestra que merece mucha más atención de la que normalmente recibe, y que es perfectamente capaz de llevar una película sobre sus hombros como protagonista. Su recital de muecas, miradas y enorme carisma es memorable. El resto del reparto está a la altura, porque Clooney es un gran director de actores, y saca lo mejor de Drew Barrymore (que no es precisamente Meryl Streep) o de un Rutger Hauer en estado de gracia (atención a cuando mira a la cámara mientras dice lo que dice... y hace lo que hace).
En definitiva, un enorme reparto y un director entonces muy prometedor (hoy bastante más consagrado) al servicio de una historia y un guión que, sencillamente, no están a la altura de tanto talento.

Lo mejor: Sam Rockwell. Absolutamente espectacular.
Lo peor: La historia no es ni de lejos tan interesante como Clooney piensa.