De cuando en cuando es preciso asomarse a las llamadas películas de culto. Hay que entender como película de culto aquella en la que la mayoría de los espectadores no encuentra ninguna calidad, pero que deslumbra a un grupo reducido de ellos hasta el punto de tributarla culto. El culto que se rinde a “El topo” me recuerda sin embargo al tributado a Maximón en Atitlán, un muñeco vestido con trajes actuales y al que le hacen fumar y beber licores. Lo que no es atacar a estas creencias toscas sino reconocer por oposición la profundidad de los testimonios de las creencias espiritualistas que poco más allá se pueden encontrar.

Si existe culto en este caso es al ídolo más cutre que se pueda encontrar. Como película, simplemente, es mala o, si se quiere, vulgar. La interpretación es bastante deplorable. Las pocas palabras que se escuchan son vacuas. La música, del mismo Jodorowsky, es lamentable y termina de estropear el espectáculo. El guion, por cierto también de Jodorowsky, es realmente inexistente. Ahora bien está, al parecer, fashion rendir ese culto. No obstante, a los adoradores se les ven determinadas rendiciones a la declaración de película reservada a espíritus capaces de interpretarla entenderla e, incluso, disfrutarla.

Simplemente: no hay simbolismo ninguno, ni viaje de búsqueda interior, ni estética surrealista ninguna. Le falta a la película lo primero que se precisa para algo de eso: imaginación. Lo de “western ácido” es un término inventado para nombrar lo innombrable. La referencia que hace a las religiones orientales (hay que pensar que se refiere al budismo) es torpe y mueve a despreciarla a quienes hayan algo profundizado en dicha religión.

No voy a recomendar a nadie que no vea este bodrio. Al revés. Voy a decirles que la vean para que la juzguen directamente.