Ver clásicos no decepciona nunca. Es por eso que son clásicos, el tiempo no hace mella en esas obras. Si fueran pinturas, estarían expuestas en un museo. Esto es así.

Con casi tres cuartos de siglo a sus espaldas, esta magnífica película es una muestra de cómo debe rodarse una cinta y de cómo debe escribirse un guión. Es drama, es comedia, es western.

Ford rueda su trilogía de la caballería desde un sentimiento de admiración y de respeto hacia el ejército que no disimula en ningún momento. Nos muestra la camaradería y solidaridad de la tropa, las relaciones de los oficiales con los soldados y nos enseña el modo de vida de las familias de estos. Y lo hace de forma amable, con escenas entrañables que denotan incluso un peligroso nivel de azúcar pero que, por otra parte, son hipnóticas.

No obstante, los personajes centrales de la película, pese a esa admiración de Ford a su oficio, tienen aristas, el protagonista, un Fonda espectacular, es un hombre herido en su orgullo que no razona y solo se mueve por la ambición personal, capaz de arriesgar su vida y, lo que es peor, la de sus hombres, con tal de restaurar su antigua posición.

Ford demuestra su maestría filmando los majestuosos paisajes de Monument Valley y contando con su actor fetiche, John Wayne, su amigo y pupilo, para encarnar todos los valores de la caballería: honor, valentía, sinceridad, hombría.

Todo funciona, la película fluye de manera majestuosa, el espectador se engancha a la historia e incluso la presencia, un tanto cargante, de Shirley Temple nos parece genial.

A quien dice que Ford era un conservador, que lo era, un casi fascista, que no lo era, recomendarle ver cómo trata a los indios en esta película, el honor y la palabra de un indio frente a la doblez y mentiras de un coronel del ejército. O el retrato del personaje que encarna al enviado por el gobierno, ser mezquino y miserable.

Hay racistas y fascistas que merecen mucho la pena, al menos si son todos como el maestro Ford.