Hay que agradecer a Steven Soderberg, después de algunos recientes e infaustos biopics que un servidor recuerda, que esta vez el verdadero protagonista de la película sea el personaje sobre el que se basa la historia y no el director de la película como algunos han parecido pretender. Así pues, la figura de Ernesto Guevara se convierte en la estrella absoluta de la película y con ella asistimos en primera línea a la utopía revolucionaria, a la heroica gesta de unos hombres que llevaron sus ideales a las últimas consecuencias. Mezclando color y blanco y negro, realizando saltos temporales, Soderberg consigue narrar un pedazo de la historia del siglo XX de una manera didáctica y amena que logra que las más de dos horas de metraje pasen como un soplido, a la vez que nos ofrece un retrato fidedigno de uno de los mayores iconos del mundo moderno. Una vez finalizada la proyección el espectador tiene una idea bastante clara, más allá de los cuatro tópicos del personaje, de lo que fue la persona de Ernesto Guevara, su manera de pensar, su relación con sus compañeros, su manera de vivir, de sufrir, casi uno se atrevería a decir, de gozar la guerra. Y es que el director, venciendo la tentación de retratar al personaje de una manera amable, no escatima el lado oscuro del “Che” ni esconde sus limitaciones tanto físicas como morales. Podemos ver al hombre idealista, al médico ocupado en atender a los heridos, pero también al comandante capaz de ordenar el fusilamiento de los traidores a la causa sin la menor vacilación, o con sumisa obediencia a Fidel (por cierto, magistralmente interpretado por Demián Bichir. Acierta Steven Soderberg también al añadir gotas de humor que ayudan a endulzar el drama de la lucha guerrillera, en esta película vitalista, desmitificadora y con un final tan contundente y abrupto que hace que uno quede con las ganas de vivir ya el final de la historia.

Lo mejor: su mirada neutra.

Lo peor: no poder gozar ya de la segunda entrega.