Hay ocasiones en las que la vejez y la niñez, como extremos que son, se tienden un cabo y es por ello que los niños y los ancianos suelen entenderse en un lenguaje que a los demás nos está vetado. Películas como "Ponyo en el acantilado" son un vivo testimonio de ese puente que atraviesa nuestro mar para comunicar a ambos puertos y como tal, los que quizás todavía no estemos al inicio o al final del viaje, sólo podemos asistir sin dejar de sentirnos excluidos en cierto modo del encuentro.

No es que sea grave, ya que "Ponyo en el acantilado" resulta ser, además de una obra preciosa a nivel visual (por momentos recuerda a la antigua "Fantasía"), una película muy bonita y tierna que narra la historia de amor entre una sirenita y un niño de cinco años. La trama en sí no parece demasiado relevante, de hecho es bastante floja: lo más intenso e importante es la relación que establecen los dos críos, ese universo poblado de criaturas sorprendentes, murmullos de bebé, juegos encantadores y aventuras inesperadas. Para mí, lo mejor es la inocencia y el mimo con que Miyazaki trata a todas sus criaturas, esa visión tan limpia y reconfortante que transmite todo lo que narra: y el uso del dibujo artesano, sin trazas de píxeles, lo subraya con sencillez pero sin simpleza.

"Ponyo en el acantilado" no llega a los niveles de otras que quizás nos hayan deslumbrado a los adultos, pero es una película que no dudaría en ponerle a un niño. Muy, muy bonita.