El paso del tiempo tiene sus cosas. Más malas (diría yo) que buenas. De hecho, a fuerza de pertinaces sequías de ciertas experiencias vitales, se puede pasar de ser ferviente devoto de sentimientos que (quizá) una vez dieron sentido a tu vida a, simplemente, sospecharlos.

Justo la antesala del olvido.

Pero, antes de que éste llegue, el pensamiento va retorciéndose poco a poco. Se enturbia, se agría y se confunde hasta el punto de rozar el delirio que produce el dolor de su ausencia y que, si no andas listo, puedes llegar a identificar con la mala leche de la vida.

En fin, que más o menos es lo que intenta contarnos August a base de elipsis, como (parece ser) único recurso para evitar que esta historia (de sentimiento conceptual y, por tanto, compleja) acabe aplastada por una linealidad tal en su ejecución (interpretaciones incluidas) que continuamente amenaza con reducirla a casi nada.

Puede que, por no traicionar la fidelidad al relato de Bjørnvig, August haya renunciado a cualquier enfoque personal; a cualquier tipo de interpretación creativa (y «dinamizadora»), y eso, a fe mía, ha terminado cargándose la potencia de esta trama sobre el poder, el control, y la definición de existencia.

Es decir, que nos encontramos ante otro caso (y van…) que invita a especular sobre lo que pudo haber sido, y no fue.

En resumen: riesgo de caer en un estado de placentera somnolencia.