No separan apenas algunos centenares de kilometros. En ocasiones pueden incluso ser todavía menos. Pero la distancia que separa la calidad de vida de antaño y los valores o costumbres que la rodeaban son aún mayores que la geográfica respecto a los valores que actualmente nos hemos proporcionado en las grandes urbes construidas como monstruos feroces al ritmo de la tecnología y el progreso.

Observando el sistema educativo de esos pueblos apartados, de sus dificultades e inclemencias y a la vez de su ventajas y virtudes, uno tiene la sensación que el paso del tiempo no ha sido proporcionado y que el equilibrio entre la naturaleza y el impacto del hombre ha dejado de estar equilibrado del todo. Que tal vez ya no haya retroceso posible ni margen para reconducir ese desequilibrio. Un desequilibrio patente en las grandes ciudades y mucho mayor e influyente que las inclemencias con las que deben convivir los niños y niñas de la escuela unitaria.
Ojalá fuera posible en las grandes urbes, algo que pudiera asemejarse un poco a la grandeza de esta escuela unitaria.

Ojalá existiera la forma de reciclar ni que fuera una pizca de nieve o un puñado de hierba de ese mundo rural tan alejado en el tiempo del mundo moderno al que hemos sido sometidos. Sin decidirlo.