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10
1978
7,9
4.737
Documental
Documental sobre el mundo del rock rodado en 1976 en el que Scorsese filma los conciertos de despedida de "The Band", por los que pasaron Bob Dylan, Van Morrison, Neil Young, Joni Mitchell, Neil Diamond, Eric Clapton y otras míticas figuras del rock de las últimas décadas. (FILMAFFINITY)
24 de marzo de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
(Crítica para "LA VOZ EN OFF" de esturionmusic.com)
En los últimos tiempos de la peseta, siendo un mocoso que ni siquiera tenía la virtud de haber recibido la santísima primera comunión —amén—, trepé por el sofá donde mi padre recién se recostaba y me repantigué en silencio, solemne y formal, mirando fijamente la pantalla del televisor. Por lo general se tornan parcos en nitidez los recuerdos de la niñez, aunque algunos se autotatúan perviviendo cuasi indemnes a la acumulación de las motas de polvo; imperturbables a esos residuos pontificados por el puñetero esprint del segundero, indiferentes al batiburrillo de lugares, palabras y olores que terminan bailoteando en la memoria con las arritmias de un guateque del inserso.
Pajaritos por aquí, pajaritos por allá, la cuestión es que la noche anterior habían cenado en casa unos familiares, y como solía hacer en los escasos minutos que descansaba de dar la matraca —más por obligación paterna que por voluntad propia—, clavé resignado mis diminutas posaderas en una sillita cerca de la mesa y puse la oreja. Observaba sus ademanes, me sumergía en sus conversaciones, aunque no pillara ni papa, ávido por descubrir, ya puestos, alguna perla del mundo de los mayores, de ese universo tan desconocido, prohibido y fascinante a ojos de la sedienta curiosidad de un crío. Mi padrino, precisamente, informó a mi padre de que al día siguiente televisaban "El Padrino", y todavía logro entrever aquella mueca de satisfacción que se dibujó en su rostro. A continuación intercambiaron una retahíla de comentarios que traquetearon mi atención: ¿Qué sería eso de la mafia? ¿Por qué habría familias en guerra? ¿Un padrino como el mío era el jefe? No entendía nada. Pero tampoco pregunté. Mañana, me dije, como quien no quiere la cosa, ahí estaré. Papá, al observarme tomar asiento tan sigilosamente, sonriendo intentó persuadirme con argucias del tipo: es para mayores, es muy compleja, te vas a aburrir. Ja, aquellos envites me retenían con mayor firmeza en el salón; ya sabía yo cómo se las gastaban los adultos, lo embaucadores que podían llegar a ser con sibilinas tretas como la de Los Reyes Magos, así que de ninguna manera me la iba a dar con queso, aquel renacuajo de allí no se movía. Y de repente...
De repente un llanto de trompeta me atravesó. Tal cual.
Comenzaba por esos años a desperezar poco a poco el oído, pero aquella fue la primera vez que tomé verdadera conciencia del abismo emocional que puede habitar en unas cuantas notas musicales. A partir de aquel día, además de prenderse la chispa que fuera espoleando mi incondicional pasión por el cine, cada vez que se cruzaba en mi camino esa partitura, el reloj se detenía, mis ojos se cerraban extendiendo un lienzo de oscuridad, y durante unos instantes sólo existían los colores que esbozaba la sangrante melodía, aquella nana taciturna que me embelesaba con su bella tristeza, y que enseguida se convertía, con la conjunción progresiva del resto de instrumentos, en un florido y melancólico vals que no se demoraba en sacarme una sonrisa de puro regocijo.
"The Godfather Waltz", la imperecedera pieza compuesta por Nino Rota para la obra maestra de Coppola, por una burda asociación de títulos fue lo primero que me vino a la mollera al tropezarme con "The Last Waltz". No obstante, el mamporro que encajé a las primeras de cambio, aunque no similar en magnitud, sí fue comparable en intensidad. No lo podía creer. No podía creer que en el apogeo de la edad del pavo, pese a que estaba bastante más preocupado en escuchar día sí y día también álbumes contemporáneos como el "Radio Bemba Sound System", el "Origin of Symmetry", el "Planeta Eskoria" o el "Hybrid Theory", todavía no conociera, al menos de oídas, el nombre de esos tíos cuyo magnetismo había tardado dos minutos en alelarme con "Don't do it". No podía creer, cuando emergieron los créditos finales mientras se alejaba la cámara desamparando sobre el escenario a aquellos virtuosos que tocaban su último vals, que esos cinco no compartiesen el protagonismo que tenían en boca del populacho los omnipresentes The Beatles, Led Zeppelin, Pink Floyd, y tantos y tantos otros grupos archiconocidos. No-lo-podía-creer.
En los últimos tiempos de la peseta, siendo un mocoso que ni siquiera tenía la virtud de haber recibido la santísima primera comunión —amén—, trepé por el sofá donde mi padre recién se recostaba y me repantigué en silencio, solemne y formal, mirando fijamente la pantalla del televisor. Por lo general se tornan parcos en nitidez los recuerdos de la niñez, aunque algunos se autotatúan perviviendo cuasi indemnes a la acumulación de las motas de polvo; imperturbables a esos residuos pontificados por el puñetero esprint del segundero, indiferentes al batiburrillo de lugares, palabras y olores que terminan bailoteando en la memoria con las arritmias de un guateque del inserso.
Pajaritos por aquí, pajaritos por allá, la cuestión es que la noche anterior habían cenado en casa unos familiares, y como solía hacer en los escasos minutos que descansaba de dar la matraca —más por obligación paterna que por voluntad propia—, clavé resignado mis diminutas posaderas en una sillita cerca de la mesa y puse la oreja. Observaba sus ademanes, me sumergía en sus conversaciones, aunque no pillara ni papa, ávido por descubrir, ya puestos, alguna perla del mundo de los mayores, de ese universo tan desconocido, prohibido y fascinante a ojos de la sedienta curiosidad de un crío. Mi padrino, precisamente, informó a mi padre de que al día siguiente televisaban "El Padrino", y todavía logro entrever aquella mueca de satisfacción que se dibujó en su rostro. A continuación intercambiaron una retahíla de comentarios que traquetearon mi atención: ¿Qué sería eso de la mafia? ¿Por qué habría familias en guerra? ¿Un padrino como el mío era el jefe? No entendía nada. Pero tampoco pregunté. Mañana, me dije, como quien no quiere la cosa, ahí estaré. Papá, al observarme tomar asiento tan sigilosamente, sonriendo intentó persuadirme con argucias del tipo: es para mayores, es muy compleja, te vas a aburrir. Ja, aquellos envites me retenían con mayor firmeza en el salón; ya sabía yo cómo se las gastaban los adultos, lo embaucadores que podían llegar a ser con sibilinas tretas como la de Los Reyes Magos, así que de ninguna manera me la iba a dar con queso, aquel renacuajo de allí no se movía. Y de repente...
De repente un llanto de trompeta me atravesó. Tal cual.
Comenzaba por esos años a desperezar poco a poco el oído, pero aquella fue la primera vez que tomé verdadera conciencia del abismo emocional que puede habitar en unas cuantas notas musicales. A partir de aquel día, además de prenderse la chispa que fuera espoleando mi incondicional pasión por el cine, cada vez que se cruzaba en mi camino esa partitura, el reloj se detenía, mis ojos se cerraban extendiendo un lienzo de oscuridad, y durante unos instantes sólo existían los colores que esbozaba la sangrante melodía, aquella nana taciturna que me embelesaba con su bella tristeza, y que enseguida se convertía, con la conjunción progresiva del resto de instrumentos, en un florido y melancólico vals que no se demoraba en sacarme una sonrisa de puro regocijo.
"The Godfather Waltz", la imperecedera pieza compuesta por Nino Rota para la obra maestra de Coppola, por una burda asociación de títulos fue lo primero que me vino a la mollera al tropezarme con "The Last Waltz". No obstante, el mamporro que encajé a las primeras de cambio, aunque no similar en magnitud, sí fue comparable en intensidad. No lo podía creer. No podía creer que en el apogeo de la edad del pavo, pese a que estaba bastante más preocupado en escuchar día sí y día también álbumes contemporáneos como el "Radio Bemba Sound System", el "Origin of Symmetry", el "Planeta Eskoria" o el "Hybrid Theory", todavía no conociera, al menos de oídas, el nombre de esos tíos cuyo magnetismo había tardado dos minutos en alelarme con "Don't do it". No podía creer, cuando emergieron los créditos finales mientras se alejaba la cámara desamparando sobre el escenario a aquellos virtuosos que tocaban su último vals, que esos cinco no compartiesen el protagonismo que tenían en boca del populacho los omnipresentes The Beatles, Led Zeppelin, Pink Floyd, y tantos y tantos otros grupos archiconocidos. No-lo-podía-creer.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Pero bueno, creencias o descreimientos aparte, de buena tinta sabemos que los caminos del éxito, de la música, y de las personas, son inescrutables. Eso mismo pensó Levon Helm —batería y voz— cuando supo que Robbie Robertson —guitarra y productor del film— pretendía enterrar de forma súbita su común aventura musical rodando este grandioso epílogo. Una aventura cuyos dieciséis años de bares y carretera a Levon se le habían esfumado en un tris —“no estoy en esto por razones de salud. Soy un músico y quiero vivir así”—, y más por aquel entonces, cuando todavía tenían al alcance de su mano continuar recogiendo esos frutos sembrados entre tantas penurias y sombras para seguir afianzándose en el epicentro del panorama musical —eran la mejor banda en la historia del universo, en palabras de George Harrison—, y que sin embargo a Robbie, supersticioso y bastante más preocupado por su salud física y mental —y por hacer cine— que por jugarse el pellejo siendo una leyenda —“todo esto no es nada sano”—, le parecían una odisea que no debía prolongarse ni una gira más.
Dicho y hecho; en tiempo récord y con alguna que otra bronca de por medio, movió los hilos pertinentes para que en el día de Acción de Gracias del 76, el Winterland de San Francisco —sala donde en el 69 tuvo lugar su primera actuación bajo el nombre de The Band—, albergara el postrero espectáculo que reunió sobre las tablas, como el propio Robbie le comenta a Martin en su primera conversación del film, a las influencias más importantes en la música de toda una generación. Unos tales Bob Dylan, Eric Clapton, Neil Young, Van Morrison, Muddy Waters, y un etcétera de puro caviar. Una constelación de ochomiles musicales que ayudan a comprender por qué esta pandilla de cuatro canadienses y un sureño eran La Banda, ya que el intríngulis no reside en que se lo hiciesen llamar, es que dominando con esa despampanante versatilidad el rhythm and blues, el folk, el jazz, el rock, el soul... y habiendo respaldado durante años a Ronnie Hawkins o Bob Dylan en sus tournées, dicho nombre les pertenecía por decreto ley.
Como resultado estamos ante dos horas de imperiosas canciones —intercaladas con ilustrativas miradas y confidencias de estos multiinstrumentistas— que moldean un documento artesanal de tantos quilates que no me extrañaría que tarde o temprano acabara vendiéndose en joyerías, no sólo por su palpable calidad polifónica, sino por el apasionado trabajo de un equipo técnico comandado por el devoto melómano Scorsese, quien, haciendo encaje de bolillos a hurtadillas de los productores de New York, New York, cuyo rodaje estaba ultimando cuando se abalanzó sobre el proyecto, consumó una de las filmaciones musicales mejor estudiadas y ejecutadas que se recuerdan.
De recordar, que redundancias aparte, suele venir muy bien que nos lo recuerden, vamos una pizca necesitados. Recordar en el buen sentido de la palabra. Recordar como sinónimo de conocer, de analizar. De entender y no olvidar. De rebelarse contra un presente egoísta que a veces pareciera ansiarse por transformarse en un futuro de dudosa calidad. De hacer como si Richard Manuel jamás se hubiera colgado en el baño de un motel, o pensar que Rick Danko jamás dejó de respirar a través de su bajo. O Levon de sus baquetas. De escuchar sus voces, tan distintas, tan viscerales, coquetear con el alma de un órgano Lowrey que el retraído Garth Hudson está masajeando. Con Robbie en el centro, extasiado, gimiendo al compás de los gemidos de su guitarra. Contemplarlos en su esencia, indestructibles, criogenizados por su música. Inmortales como el inmortal recuerdo de hospedarse por vez primera en el hogar de los Corleone.
¡Valsemos y santas pascuas!
Dicho y hecho; en tiempo récord y con alguna que otra bronca de por medio, movió los hilos pertinentes para que en el día de Acción de Gracias del 76, el Winterland de San Francisco —sala donde en el 69 tuvo lugar su primera actuación bajo el nombre de The Band—, albergara el postrero espectáculo que reunió sobre las tablas, como el propio Robbie le comenta a Martin en su primera conversación del film, a las influencias más importantes en la música de toda una generación. Unos tales Bob Dylan, Eric Clapton, Neil Young, Van Morrison, Muddy Waters, y un etcétera de puro caviar. Una constelación de ochomiles musicales que ayudan a comprender por qué esta pandilla de cuatro canadienses y un sureño eran La Banda, ya que el intríngulis no reside en que se lo hiciesen llamar, es que dominando con esa despampanante versatilidad el rhythm and blues, el folk, el jazz, el rock, el soul... y habiendo respaldado durante años a Ronnie Hawkins o Bob Dylan en sus tournées, dicho nombre les pertenecía por decreto ley.
Como resultado estamos ante dos horas de imperiosas canciones —intercaladas con ilustrativas miradas y confidencias de estos multiinstrumentistas— que moldean un documento artesanal de tantos quilates que no me extrañaría que tarde o temprano acabara vendiéndose en joyerías, no sólo por su palpable calidad polifónica, sino por el apasionado trabajo de un equipo técnico comandado por el devoto melómano Scorsese, quien, haciendo encaje de bolillos a hurtadillas de los productores de New York, New York, cuyo rodaje estaba ultimando cuando se abalanzó sobre el proyecto, consumó una de las filmaciones musicales mejor estudiadas y ejecutadas que se recuerdan.
De recordar, que redundancias aparte, suele venir muy bien que nos lo recuerden, vamos una pizca necesitados. Recordar en el buen sentido de la palabra. Recordar como sinónimo de conocer, de analizar. De entender y no olvidar. De rebelarse contra un presente egoísta que a veces pareciera ansiarse por transformarse en un futuro de dudosa calidad. De hacer como si Richard Manuel jamás se hubiera colgado en el baño de un motel, o pensar que Rick Danko jamás dejó de respirar a través de su bajo. O Levon de sus baquetas. De escuchar sus voces, tan distintas, tan viscerales, coquetear con el alma de un órgano Lowrey que el retraído Garth Hudson está masajeando. Con Robbie en el centro, extasiado, gimiendo al compás de los gemidos de su guitarra. Contemplarlos en su esencia, indestructibles, criogenizados por su música. Inmortales como el inmortal recuerdo de hospedarse por vez primera en el hogar de los Corleone.
¡Valsemos y santas pascuas!