Arropada en el subgénero tan en boga del pim-pam-pum (fotografía afecta de un baile de San Vito particularmente extremo, música cual frenesí de tambores y trompetas, montaje a base de arrojar los fotogramas al suelo y pegarlos luego de cualquier manera, guión confeccionado durante una atroz resaca de anfetas y bourbon de destilería, dirección asistida por cuatro psicóticos faltos de medicación), nos llega esta nueva, por más vieja que sea, crítica de lo mala que es la CIA y lo mucho que nos engaña. Denzel es el malo (pero, hombre, ¿cómo va a ser Denzel el malo, si sale Brendan Gleeson?), Reynolds el tontobaba que no se entera de nada, salvo después de muchos, pero muchos, cadáveres, la Farmiga, pobrecita, le pegan un tiro a las primeras de cambio, Gleeson, pues eso, ya lo sabemos en cuanto sale, y Shepard es el director, o subdirector, da igual, de la CIA, y nos sabemos sus diálogos de memoria. A modo de anécdota, sale Rubén Blades, cuánto tiempo, pero también lo liquidan ipso facto. Todo ello en un combinado frenético de persecuciones, tiroteos, palizas, malentendidos, más persecuciones, más palizas, oigan, corren tanto que uno acaba cansado de verlos dar volteretas, brincos y saltos mortales, aparte de ciego y sordo. Cuando acaba la película, se hace el silencio y a otra cosa.