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España España · Madrid
Voto de Charles:
8
Drama. Comedia Huyendo de la recesión, Alan Clay (Tom Hanks), un empresario estadounidense, se traslada a Arabia Saudí, donde la economía se encuentra en pleno auge. Su objetivo es evitar la ruina y mantener unida a su familia. (FILMAFFINITY)
27 de julio de 2016
18 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
Érase una vez un oficinista en el desierto.
Le habían criado para disfrutar del dinero, de su casa, de su mujer, de las cosas sencillas pero banales con las que solemos construirnos algo parecido a una identidad, o un sitio al que llamar "hogar" de vez en cuando, al que volvemos y en el que nos hemos escapado del mundo exterior.
Pero, a veces, estamos tan ocupados construyendo esa identidad tan parecida a la del vecino, que demasiado tarde nos damos cuenta de que no nos satisface.

Por eso viajó a un país lejano, por eso y porque no tenía otra opción, en un mundo cambiante y globalizado en el que cada vez las distancias culturales se vuelven más cortas, mientras que las personales no paran de aumentar.
Allí le dijeron que tendría que esperar a un rey, él, un extraño en camisa y corbata, como si en vez de eso fuera un príncipe de tierras lejanas que viene a ofrecer sus tesoros a un poderoso soberano.
Y es que las fronteras entre realidad y fantasía son muy difíciles de bosquejar cuando en medio del desierto abundan los edificios vacíos y monolíticos, llenos de silencio y oropeles, como templos esperando a creyentes que los habiten.

La maldición de (despertarse a) las 9:30 le hacía faltar a sus labores, pero no importaba: el Rey vendrá mañana, otro día preparándose para algo que nadie sabe si existe.
Y mañana, y mañana, y mañana. El sol no dejaba de salir e igualmente la vida no dejaba de pasar por la ausencia de su majestad, mientras el conductor siempre iba a buscar al oficinista a su hotel, su oasis de intimidad, para llevarle de nuevo al desierto entre melodías añejas.
Cada día era la promesa de una llegada, y cada noche la promesa de una añoranza: la familia del oficinista, agradablemente y desgraciadamente lejana, no dejaba de recordarle un mundo que él mismo destruyó mientras montaba en una montaña rusa sin freno posible. Una hija, un padre, una esposa, todos con su huella en el oficinista y en la pequeña joroba de su espalda, que permanecía allí como una especie de mochila de sueños incumplidos. La intimidad se evapora rápido si nadie la comparte contigo.

No sería porque el oficinista no intentaba compartirla: fracasada la esperanza de una llegada soberana, los días pasaban raudos y veloces entre aventuras insospechadas, las más de las veces hasta desafortunadas.
Las fiestas en la embajada guardaban un encanto de contacto impersonal, quizá demasiado impersonal para lo que el oficinista quería, y las invitaciones a suntuosas habitaciones en medio de la nada se revelaban desalentadoras, cuando revelaban vacías promesas hechas al aire. Eran las víctimas de la globalización sin sentido, atrapadas en la burocracia infinita que les dicta sus destinos, deseosas de buscar a alguien que comprenda entre tanto idioma sin traducción.
El espectro de la modernidad parece colocarnos al azar en donde se supone que se nos necesita, y volcarnos una avalancha de deberes que tape la pregunta esencial: ¿por qué?

La suerte del oficinista fue que el Rey, sin saberlo, le concedió tiempo de meditación.
El oficinista empezó a levantarse cuando se despertaba, sin ninguna maldición pesando sobre él. Empezó a ir a donde quería, sin ningún horario que le atara en cuántos minutos debería comer. Hasta se permitió sonreír porque le apetecía, y no alejarse del lugar donde quería ir.
Todas las obligaciones de su armadura de camisa y corbata se desvanecieron en el momento en que se reconoció a si mismo en otra persona, salvando la distancia personal en un país lejano, algo que para él no parecía tan fácil como cubrir cualquier distancia en avión. Y supo, en su momento de intimidad compartido, que había encontrado lo que había buscado sin apenas intentarlo, quizás porque dejó de preocuparse por ello: un por qué.

Valga este sencillo cuento para recordar, que no debemos esperar a nadie para disfrutar, igual que nadie nos tiene que dar su permiso para triunfar.
El oficinista en el desierto entendió esto, y fue entonces cuando empezó a vivir.
Charles
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