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Thriller. Drama. Terror
A una mujer (Jennifer Lawrence) le pilla por sorpresa que su marido (Javier Bardem), un escritor en pleno bloqueo creativo, deje entrar en casa a unas personas a las que no había invitado. Poco a poco el comportamiento de su marido va siendo más extraño, y ella empieza a estresarse y a intentar echar a todo el mundo.
5 de octubre de 2017
10 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un relato de psicosis y horror, un salto suicida sin red, o una tremenda metáfora sobre nuestro comportamiento e historia.
'madre!' es todo eso, pero definirla así apenas sería empezar a rascar la superficie.
Como en tiempos antiguos, Darren Aronofsky ha elaborado una parábola que cuenta más de lo que parece, y es responsabilidad del público darle la forma que mejor le venga.
Aún antes de sonreír, Él sabía que haría.
Ella se despertó, y aún seguía allí.
La suya es una relación común y desinteresada, todo lo cotidiana que puede ser un matrimonio cuando alcanza una etapa estable, cuando se asienta en un hogar hecho a su imagen y semejanza, cuando son capaces de compartir los silencios sin que nada tenga que habitar en ellos.
Su paraíso parece perfecto, en una construcción lenta pero constante, tan único como sólo consiguen ser las cosas aisladas y tan silencioso que se siente en el vello de la nuca la tormenta que está por venir.
Pero la tormenta nunca rompe: en su lugar hormiguea, se arrastra por el alto trigo que rodea, se esconde en miradas alarmadas y frases a media voz.
Aronofsky se ha propuesto reflejar fielmente nuestra crueldad, y por eso a los peligros se los ve venir sin que podamos hacer nada para evitarlo, las debilidades se airean de la forma más públicamente humillante, y la incomodidad tiene forma de visitas inesperadas que alargan su estancia indefinidamente.
Un médico y su esposa vienen buscando cobijo: dejémosles que se queden, abramos nuestro santuario a gente nueva, a ideas nuevas, dice Él; por qué les invitas a nuestra casa, a nuestro pequeño mundo en el que tanto esfuerzo he invertido por ti, no se atreve a expresar Ella.
Pronto, lo que parece una casual incomodidad de matrimonio medio se convierte en una pesadilla de susurros y timbres a destiempo, que crispan los nervios y hablan de visceral amenaza a lo más sagrado, lo más íntimo que comparten Él y Ella.
El infierno nunca es uno mismo, siempre son los demás: extraños que exijen y juzgan, que rompen y cambian, que no respetan ni están preocupados por hacerlo. Aronofsky conoce el infierno, y a poco que te metas en su parábola, tú lo conocerás también.
Lo que más duele, indigna y descompone es que el motivo no está claro ni parece que lo haya. "Hacemos esto PORQUE PODEMOS, te ignoramos PORQUE NOS DA LA GANA, te sometemos PORQUE NADIE VA A HACER NADA"; quién iba a imaginar que apenas una parte de escoria parece multiplicarse tan rápido cuanto más ofende, y representa tan bien la suma del total.
Y, por supuesto, todavía esperarán que Ella diga algo bonito: la quintaesencia del desprecio no es no hacer aprecio, sino forzarlo bajo pena de cuchicheos a tus espaldas y miradas de "qué guarra". Si había otra dimensión de crueldad Aronofsky no se cansa de explorarla, ni aunque nos duela en el alma.
Escribo mucho y digo poco, pero de verdad, resulta difícil querer hablar de una experiencia tan intensa sin desvelar su poderoso trasfondo, valiente en su simbolismo y grandioso en su ambición.
'madre!' podría ser el más enloquecido acoso a la más inocente víctima, y lo es, pero no se olvida de algo importante: que para revolverte las entrañas y dejarte un agujero cerebral no vale con un solo fuerte puñetazo, sino que mejor miles de pequeños pinchazos, que te dejen todavía sangrante, vivo y consciente de la vergüenza.
Y, de fondo, mientras estamos en el suelo, vocifera la marabunta humana, dispuestos a devorarse por cualquier causa, ajenos al mismo suelo que pisan e incapaces de cambiar lo que son, por muchas veces que se les repita.
Apenas me quedan fuerzas al final, pero quisiera decir algo, porque para películas como esta se inventó el cine: para visiones altamente personales de experiencias universales, las cuales dejan una huella sangrante que ni bajo la más gruesa alfombra podría ocultarse.
Pero sencillamente no se me ocurre nada qué decir, porque Aronofsky ya lo ha dicho todo, disfrazándolo de un acoso hogareño que rompe sus costuras de manera salvaje y brutal cuando no puede evitar proyectarse hacia lo universal, hacia una experiencia humana que sólo entiende algo cuando pasa por lo peor (y ni aún así).
Qué estamos haciendo, o qué nos estamos haciendo, es la pregunta.
Y no es tanto la pregunta como la ausencia de respuesta la que inquieta, aunque a ratos hayamos sido conscientes de esto en el pasado.
Pero esta historia se permite preguntar: ¿hasta cuándo lo seguiremos haciendo?
Aterroriza pensar que, en el amor de madre, la Humanidad no pueda encontrar un final.
'madre!' es todo eso, pero definirla así apenas sería empezar a rascar la superficie.
Como en tiempos antiguos, Darren Aronofsky ha elaborado una parábola que cuenta más de lo que parece, y es responsabilidad del público darle la forma que mejor le venga.
Aún antes de sonreír, Él sabía que haría.
Ella se despertó, y aún seguía allí.
La suya es una relación común y desinteresada, todo lo cotidiana que puede ser un matrimonio cuando alcanza una etapa estable, cuando se asienta en un hogar hecho a su imagen y semejanza, cuando son capaces de compartir los silencios sin que nada tenga que habitar en ellos.
Su paraíso parece perfecto, en una construcción lenta pero constante, tan único como sólo consiguen ser las cosas aisladas y tan silencioso que se siente en el vello de la nuca la tormenta que está por venir.
Pero la tormenta nunca rompe: en su lugar hormiguea, se arrastra por el alto trigo que rodea, se esconde en miradas alarmadas y frases a media voz.
Aronofsky se ha propuesto reflejar fielmente nuestra crueldad, y por eso a los peligros se los ve venir sin que podamos hacer nada para evitarlo, las debilidades se airean de la forma más públicamente humillante, y la incomodidad tiene forma de visitas inesperadas que alargan su estancia indefinidamente.
Un médico y su esposa vienen buscando cobijo: dejémosles que se queden, abramos nuestro santuario a gente nueva, a ideas nuevas, dice Él; por qué les invitas a nuestra casa, a nuestro pequeño mundo en el que tanto esfuerzo he invertido por ti, no se atreve a expresar Ella.
Pronto, lo que parece una casual incomodidad de matrimonio medio se convierte en una pesadilla de susurros y timbres a destiempo, que crispan los nervios y hablan de visceral amenaza a lo más sagrado, lo más íntimo que comparten Él y Ella.
El infierno nunca es uno mismo, siempre son los demás: extraños que exijen y juzgan, que rompen y cambian, que no respetan ni están preocupados por hacerlo. Aronofsky conoce el infierno, y a poco que te metas en su parábola, tú lo conocerás también.
Lo que más duele, indigna y descompone es que el motivo no está claro ni parece que lo haya. "Hacemos esto PORQUE PODEMOS, te ignoramos PORQUE NOS DA LA GANA, te sometemos PORQUE NADIE VA A HACER NADA"; quién iba a imaginar que apenas una parte de escoria parece multiplicarse tan rápido cuanto más ofende, y representa tan bien la suma del total.
Y, por supuesto, todavía esperarán que Ella diga algo bonito: la quintaesencia del desprecio no es no hacer aprecio, sino forzarlo bajo pena de cuchicheos a tus espaldas y miradas de "qué guarra". Si había otra dimensión de crueldad Aronofsky no se cansa de explorarla, ni aunque nos duela en el alma.
Escribo mucho y digo poco, pero de verdad, resulta difícil querer hablar de una experiencia tan intensa sin desvelar su poderoso trasfondo, valiente en su simbolismo y grandioso en su ambición.
'madre!' podría ser el más enloquecido acoso a la más inocente víctima, y lo es, pero no se olvida de algo importante: que para revolverte las entrañas y dejarte un agujero cerebral no vale con un solo fuerte puñetazo, sino que mejor miles de pequeños pinchazos, que te dejen todavía sangrante, vivo y consciente de la vergüenza.
Y, de fondo, mientras estamos en el suelo, vocifera la marabunta humana, dispuestos a devorarse por cualquier causa, ajenos al mismo suelo que pisan e incapaces de cambiar lo que son, por muchas veces que se les repita.
Apenas me quedan fuerzas al final, pero quisiera decir algo, porque para películas como esta se inventó el cine: para visiones altamente personales de experiencias universales, las cuales dejan una huella sangrante que ni bajo la más gruesa alfombra podría ocultarse.
Pero sencillamente no se me ocurre nada qué decir, porque Aronofsky ya lo ha dicho todo, disfrazándolo de un acoso hogareño que rompe sus costuras de manera salvaje y brutal cuando no puede evitar proyectarse hacia lo universal, hacia una experiencia humana que sólo entiende algo cuando pasa por lo peor (y ni aún así).
Qué estamos haciendo, o qué nos estamos haciendo, es la pregunta.
Y no es tanto la pregunta como la ausencia de respuesta la que inquieta, aunque a ratos hayamos sido conscientes de esto en el pasado.
Pero esta historia se permite preguntar: ¿hasta cuándo lo seguiremos haciendo?
Aterroriza pensar que, en el amor de madre, la Humanidad no pueda encontrar un final.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
(Aviso a navegantes, interpretación totalmente personal y carente de confirmaciones, pero esa es la magia del cine)
Él representa el Hombre más primitivo y bienintencionado en sus albores, que lo perdió todo en el fuego cuando fue expulsado del paraíso divino.
Ella representa la Madre Tierra, bondadosa y entregada a su nueva pareja, evidentemente más joven pero segura de que será capaz de complacerle en su nuevo hogar, hecho con sus propias manos para que Él se sienta seguro y confortable.
Llegan el médico y su esposa: un Dios y un Diablo que son dos caras de una misma moneda, "sin otro sitio al que ir", y se quedan porque son grandes admiradores de ese Hombre que piensa por si mismo, que guarda en su despacho de creación un diamante que simboliza su razón y les aprecia por lo que le enseñan y predican (que en el fondo no es más que hueca alabanza a su anfitrión).
Incluso cuando la pareja rompe el diamante de su despacho, Él no se lo toma mal: lo tapia y sella, quizás avergonzado de su inocencia inicial ahora que ha dejado entrar gente nueva con ideas nuevas.
Tardan poco en aparecer los hijos de la pareja, también invitados por nadie, y el Bien y el Mal (engendrados por religiones como términos absolutos) se pelean cual bíblicos Caín y Abel, cerrando su destino en una húmeda mancha de sangre, que traspasa el suelo marcando el pecado original, imposible de borrar.
El velatorio en recuerdo del Bien es la excusa perfecta para toda una Humanidad: hacemos lo que queremos en tu casa, puta arrogante Madre, y si nos dices que no podemos follar en tu cama o pintar tu techo te callas, que estamos muy tristes y necesitamos un lugar al que ir (¿es muy diferente de edificar talando un bosque o contaminar un paisaje?).
Pero alegría, que semejante dolor religioso y de la Madre Tierra ha inspirado al Hombre creador, escribiendo y proclamando las bondades que le ha legado su compañera de vida, aunque a la hora de apreciarlas y defenderlas pase de largo.
Es entonces cuando la Humanidad entera acude al nuevo profeta que pinta la vida tan maravillosa: para firmar sus libros, para tocarle y abrazarle, mientras pisotean e invaden el hogar que este habita, dando por sentado que les puede proveer de todo lo que se les antoje.
Aronofsky crea una pesadilla épica e interminable, regada con flashes y muchedumbre, que pega un repaso a escala asfixiante de las reivindicaciones, golpes, manías, dictaduras, crueldades, conformismos y ansias de los últimos milenios, todos ellos reducidos al absurdo terrorífico de una sola casa, que quiero pensar que en su pequeñez simboliza el burdo y superpoblado planeta que habitamos.
("Terror" es poco para definir todo esto)
La violencia de Ella no se hace esperar, y pronto encuentra respuesta en violentos puñetazos y gritos de "puta, cómo te atreves a matarnos después de que hayamos destrozado tu casa y tu vida", pero ante todo eso vuelve a surgir Él como la cara amable de una Humanidad que en el fondo la quiere, pero a su manera.
Pero Ella, ante otro "te quiero" sin valor, no puede ignorar el definitivo recrudecimiento de su corazón un segundo más: lo que tarda en provocar una catástrofe explosiva que acaba con toda vida en su casa, tal como en algún momento sucederá a una Humanidad cruel y desconsiderada con ella.
Quedaba, sin embargo, una última cosa por arrancar.
Lo último que se puede dar, y la prueba definitiva de que el ser humano nunca cambiará: Él pide y coge el corazón de Ella, su amor, su diosa, porque no lo puede evitar, tiene que destruir para crear.
Y por eso sonreía cuando colocaba su nueva roca de pensamiento racional en su nuevo hogar.
Porque ya sabía que lo haría, y que esa misma situación le volverá a encontrar.
Así somos, ni en un millón de milenios te podríamos perdonar.
Madre, perdónanos tú, aunque por desgracia te vaya a costar.
Él representa el Hombre más primitivo y bienintencionado en sus albores, que lo perdió todo en el fuego cuando fue expulsado del paraíso divino.
Ella representa la Madre Tierra, bondadosa y entregada a su nueva pareja, evidentemente más joven pero segura de que será capaz de complacerle en su nuevo hogar, hecho con sus propias manos para que Él se sienta seguro y confortable.
Llegan el médico y su esposa: un Dios y un Diablo que son dos caras de una misma moneda, "sin otro sitio al que ir", y se quedan porque son grandes admiradores de ese Hombre que piensa por si mismo, que guarda en su despacho de creación un diamante que simboliza su razón y les aprecia por lo que le enseñan y predican (que en el fondo no es más que hueca alabanza a su anfitrión).
Incluso cuando la pareja rompe el diamante de su despacho, Él no se lo toma mal: lo tapia y sella, quizás avergonzado de su inocencia inicial ahora que ha dejado entrar gente nueva con ideas nuevas.
Tardan poco en aparecer los hijos de la pareja, también invitados por nadie, y el Bien y el Mal (engendrados por religiones como términos absolutos) se pelean cual bíblicos Caín y Abel, cerrando su destino en una húmeda mancha de sangre, que traspasa el suelo marcando el pecado original, imposible de borrar.
El velatorio en recuerdo del Bien es la excusa perfecta para toda una Humanidad: hacemos lo que queremos en tu casa, puta arrogante Madre, y si nos dices que no podemos follar en tu cama o pintar tu techo te callas, que estamos muy tristes y necesitamos un lugar al que ir (¿es muy diferente de edificar talando un bosque o contaminar un paisaje?).
Pero alegría, que semejante dolor religioso y de la Madre Tierra ha inspirado al Hombre creador, escribiendo y proclamando las bondades que le ha legado su compañera de vida, aunque a la hora de apreciarlas y defenderlas pase de largo.
Es entonces cuando la Humanidad entera acude al nuevo profeta que pinta la vida tan maravillosa: para firmar sus libros, para tocarle y abrazarle, mientras pisotean e invaden el hogar que este habita, dando por sentado que les puede proveer de todo lo que se les antoje.
Aronofsky crea una pesadilla épica e interminable, regada con flashes y muchedumbre, que pega un repaso a escala asfixiante de las reivindicaciones, golpes, manías, dictaduras, crueldades, conformismos y ansias de los últimos milenios, todos ellos reducidos al absurdo terrorífico de una sola casa, que quiero pensar que en su pequeñez simboliza el burdo y superpoblado planeta que habitamos.
("Terror" es poco para definir todo esto)
La violencia de Ella no se hace esperar, y pronto encuentra respuesta en violentos puñetazos y gritos de "puta, cómo te atreves a matarnos después de que hayamos destrozado tu casa y tu vida", pero ante todo eso vuelve a surgir Él como la cara amable de una Humanidad que en el fondo la quiere, pero a su manera.
Pero Ella, ante otro "te quiero" sin valor, no puede ignorar el definitivo recrudecimiento de su corazón un segundo más: lo que tarda en provocar una catástrofe explosiva que acaba con toda vida en su casa, tal como en algún momento sucederá a una Humanidad cruel y desconsiderada con ella.
Quedaba, sin embargo, una última cosa por arrancar.
Lo último que se puede dar, y la prueba definitiva de que el ser humano nunca cambiará: Él pide y coge el corazón de Ella, su amor, su diosa, porque no lo puede evitar, tiene que destruir para crear.
Y por eso sonreía cuando colocaba su nueva roca de pensamiento racional en su nuevo hogar.
Porque ya sabía que lo haría, y que esa misma situación le volverá a encontrar.
Así somos, ni en un millón de milenios te podríamos perdonar.
Madre, perdónanos tú, aunque por desgracia te vaya a costar.