Pocas películas logran calar en el corazón con un sentimiento tan puro como esta. Al más que estupendo apartado artístico, cuajado de una belleza formal luminosa, se le une una historia narrada con cariño, respeto a la naturaleza y ternura.
Mamoru Hosoda (El Niño y la Bestia) se erige aquí, si ya no lo había hecho, como uno de los máximos exponentes de la animación japonesa (y de la mundial) con su capacidad para crear bellas obras y la facilidad que posee a la hora de insuflarles vida. Y a pesar de ser unos dibujos animados, sus personajes alcanzan cotas de humanidad que incluso son difíciles de apreciar en muchos ejemplos del cine de acción real. Capta también la atención del espectador a través de una historia realista sobre la vida real en una ciudad de Japón, pero añade con sencillez el componente fantástico como si fuera algo común. Así, crea una historia tierna sobre la madurez y el crecimiento, sobre los derroteros del futuro y las decisiones que deben tomarse en el presente y sus consecuencias. Es un acercamiento a la naturaleza de una manera romántica y salvaje a la vez, de un amor al medio ambiente digno de mencionar y ver. Un homenaje a los seres que habitan la naturaleza y a todos los que la respetan.
En definitiva, una obra hipnótica, tierna, cómica a veces y de un mensaje universal que cala en la fibra del espectador como una flecha surca el viento sin esfuerzo hasta que da en el blanco. Y vaya que lo alcanza.