Es cierto, a priori el abordar el desarrollo de una tercera entrega sobre tan celebérrimos juguetes, que, por ende, resultaron de lo más rentables, puede parecer una empresa poco arriesgada, alguno dirá que indigna incluso y con afán recaudatorio. De acuerdo. Lo que también es cierto es que si bien las cotas emocionales no alcanzan las de, por ejemplo, "Buscando a Nemo" -obra maestra absoluta, a mi parecer-, sí que se alcanzan en términos narrativos y técnicos. Con creces.

No obstante, yo sabía que media batalla la tenían ganada de antemano estos viejos amigos a los que casi había olvidado tras unos cuantos años de inactividad -el tiempo no perdona-. Por ello, ha sido comenzar la película al compás de aquella lejana canción, y el pasado se ha instalado en lo más profundo de mí mismo, trayéndome a la mente tantos recuerdos y sensaciones de esa época en que jugaba a imaginar aventuras imposibles para mis ahora empolvados juguetes. "Hay un amigo en mí" -me susurraba el corazón con cada nueva secuencia. Y yo no se lo negaba.

Por entrar en materia, el guión es un auténtico portento de agilidad y maestría narrativa; cómo se van sucediendo las situaciones sin acumularse ni entorpecerse; cómo se va profundizando en la caracterización de personajes y de la propia historia; cómo se van intercalando momentos de lo más cómicos (ese señor Patata convertido en tortita, o la transformación romántica de Buzz, impagables) con otros más lacrimógenos sin notarse el empalago; cómo se dan la mano no sólo ambos géneros sino otros como el western, la aventura más alocada, la intriga, e incluso el drama carcelario. Y todo, como era de esperar, bajo el amparo de una técnica que quita el hipo y abduce de manera absolutamente increíble al fondo mismo de la narración. Cosa fina, pues.

Así, si bien el final no convoca al llanto desconsolado, sí que queda cierto poso nostálgico y agridulce que sólo unos pocos, entre los que Pixar tiene un puesto de honor, consiguen con cada nuevo trabajo. Que Dios los guarde muchos años.