Ahorcamientos públicos en la plaza ante una muchedumbre que asiste en masa desde kilómetros a la redonda para presenciar el espectáculo como si fuese un número circense, cadáveres tirados en la arena sin que nadie se ocupe de ellos, ejecuciones y asesinatos carentes de todo rito de piedad, solemnidad o respeto, la indiferencia general motivada por la abundancia de la muerte. Nadie se solivianta por las tragedias cotidianas que han dejado de horrorizar a fuerza de costumbre.
Los Coen retratan la violencia en el Oeste como un ejercicio cercano a una cáustica comicidad, que no causa apenas más impresión que cuando se pisa una cucaracha y a otra cosa mariposa.
No hay héroes gallardos, ni malvados implacablemente eficientes. No hay sentido del honor, porque se trata de una virtud en perpetua agonía, en los estertores de todo rastro de civilización.
Por todo eso, encontrar a una niña como Mattie Ross en un sitio tan salvaje es admirablemente insólito. Nadie que se la cruce la mirará como a una mocosa del montón, porque es una niña-mujer de obstinada madurez y tan tozuda como una mula. Y desborda eso que casi no existe en el Oeste. Honradez. Integridad. Principios. Y se asegura de que todos a su alrededor terminen respetando sus convicciones y disposiciones, porque ella no es una ingenua florecilla a la que se le pueda dar gato por liebre. Entiende tanto o más de legalidad, transacciones y tretas que el más aguerrido sheriff o comerciante. Tuvo un buen maestro, su padre, probablemente el único hombre de bien en un extenso territorio, al que ahora va a vengar al precio que sea.
Una chica de catorce años que cabalga sola, que se cuida de sus asuntos, que no se arredra y que regatea hasta conseguir lo que se propone no puede menos que despertar la curiosidad, y posteriormente la admiración, de un desgastado pero aún capaz y temible alguacil y de un ranger de Texas que aceptarán un inusual acuerdo para dar caza al forajido que mató a Frank Ross, cuya memoria nunca podría ser más venerada por una hija de lo que Mattie la venera.
Tan sólo por ver cómo ella, una adolescente, se esfuerza en cumplir su autoimpuesta misión pese a los formidables obstáculos, a dos hombres de la ley que ya ni advierten el sabor del fango que tragan se les ablandan las entrañas que ya se venían pareciendo a la piedra.
Es que no creo que muchos se resistan a ese pequeño milagro de creer en algo. De creer que todavía alguna rara persona cargada de agallas, y que no cuenta con mucho más que con ese valor, puede cambiar un poco el mundo, luchar por defender un castillo en el aire tan poco frecuente: el del amor de verdad.
Frank Ross no vivió ni murió en vano. Mattie Ross está preparada para demostrarlo. Porque lo amaba.