Predica el maestro del guion, Robert McKee, que el público de una película es inteligente y que, de hecho, lo es más que el guionista. Tanto, que solo los mejores guionistas alcanzan a sorprender a los espectadores y así triunfar. Aunque respeto a McKee y considero sus lecciones magistrales, sospecho que tal alabanza hiede a miedo, a temblor de manos, porque bien sabe él que esa no es la norma.

En el cine, lo habitual es que el público sea avispado (cuando lo es), incluso pícaro, de modo que, a veces, descubre tretas y triquiñuelas burdas para engatusarlo. Pero inteligente no suele ser. Lo que sucede es que, en mi opinión, quedaría feo poner a tirar de la burra a quien, en última instancia, pagará tu nómina. Y McKee será muchas cosas, pero no suicida.

También hay otros opinantes que argumentan que, si una película tiene expectativas muy bajas, automáticamente se debe ser compasivo con la nota. O, dicho de otra manera, "esto es un ñordo que no engaña a nadie, de modo que endósale una buena nota porque sabías a lo que venías". Suelen ser los abogados de "la principal meta del cine es entretener"; comodín con el que se creen con patente de corso para justificar cualquier desbarre.

Semejante combinación explosiva, la de la escasez de entendederas de los espectadores junto con la hipoxia de algunos comentaristas, da pie a que exista la clase de película que tenemos entre manos. Una payasada merecedora de paredón que, además, evidenció que incluso los críticos profesionales podrían ganarse la vida vendiendo pepinos, que lo mismo daría.

Porque "Godzilla vs Kong" (2021) es una de esas cretineces para espectadores cuyo electroencefalograma recoge artefactos, mas nunca voltajes sinápticos. Una majadería descomunal, con personajes con retraso mental, ruido sustituyendo a los diálogos, lógica de un párvulo, y sin ningún respeto por el espectador capaz de caminar y masticar chicle a la vez. La clase de trabajo que atenta contra multitud de buenas prácticas al escribir guiones, y cuya principal premisa es "estos se tragan lo que les echen".

Un desvarío, pergueñado gracias al concurso de los artistas del CGI, que busca un tipo de cine tan emocional como irracional. Uno que permita a los monos saltar en las butacas mientras gritan y golpean los asientos dominados por la excitación. Solo les queda defecar y fornicar en el mismo sitio para así completar la involución simiesca en la que algunos andan inmersos.

En resumen, si McKee dice la verdad y lo que se acaba rodando es fruto de los mejores guiones que logran superar la criba, entonces lo mismo ha llegado el momento de que Hollywood se dedique al cultivo de boniatos.