Marcel (Wilms), otrora un famoso escritor bohemio, vive ahora en Le Havre, subsistiendo como limpiabotas y conviviendo en un humilde barrio con su mujer (Outinen). Un día aparece en su camino un niño negro, llegado clandestinamente en uno de los contenedores del puerto, desde África. El objetivo del niño es encontrarse con su madre en Londres; el de Marcel y sus vecinos salvaguardarlo de la policía hasta que pueda cumplir su objetivo.
Un Kaurismäki en plena forma, con la novedad de un optimismo algo inusual en su filmografía: ese final dreyeriano y el guiño a Ozu, con el almendro florecido, la vida que sigue, en pleno vigor.
Kaurismäki, un cineasta único, pleno de identidad y con ideas preclaras radiografía una de tantas historias que ocurren en esta Europa sin brújula, difusa y especulativa, cansada y desorientada como un boxeador sonado. El cineasta finés nos muestra con su austero, preciso, minimalista pero muy expresivo estilo dos lecciones: una de dignidad individual (junto a la libertad, lo más sagrado del hombre), la de Marcel; y otra de solidaridad colectiva (auténtico pavor de abstractos conceptos maléficos como la autoridad, el poder, los mercados y todas esas cosas), encomiable y emocionante, desde esa óptica impasible que siempre aporta Kaurismäki.
Por "Le Havre" desfilan, además e individualmente, homenajes, referencias, citas, a gente como Carné (nombre del protagonista, la ciudad de Le Havre como en el legendario "Quai des brumes"), Marx (apellido del protagonista), Kafka, Dostoievski, Bresson, Dreyer, Ozu... Presencias amigas para quien esto suscribe.
El humor lacónico, distanciador y certero ennoblecen aún más una excelente película, magníficamente interpretada, con un personaje realmente turbio para un magullado Jean-Pierre Léaud (Truffaut, también). Excelente escena la del concierto de Little Bob.
Es inconcebible decir que "Le Havre" es una aportación triste y casi autoparódica de Kaurismäki a su propio cine. E inexplicable también.