Supongo que cuando a una persona con un pésimo sentido musical, analfabeto en este mundillo (tanto como para no reconocer a la estrella del grupo Maroon 5 en la gran pantalla), se le dibuja una sonrisa imperecedera durante los más de 100 minutos de largometraje, entonces solo queda rendirse a la evidencia de que este drama romántico le ha calado hasta los huesos. Romanticismo para diabéticos, sutil, sin excesivas manipulaciones, sin clichés. Dramatismo sin melodrama y un chute de buenrollismo que conmoverá a los más escépticos. Os aviso, puede que Keira Knightley os parezca preciosa al terminar la peli. Y que el incríble Hulk Ruffalo os deje boquiabiertos con una actuación estelar. O que os sorprendáis en casa escuchando a Adam Levine en Spotify.

Me resulta complicado, desde la perspectiva de un simple aficionado al cine, aventurarme a escribir una crítica sobre una película tan galardonada. Defenderla, elogiarla, se convierte en algo relativamente sencillo pues cuento con el respaldo de cientos de profesionales del mundillo que no escatimaron elogios. O eso creía yo. Leo, atónito, decenas de comentarios que versan sobre el aburrimiento, el sopor y el arte de vender humo que les inspira esta obra.

Pues bien, para mí, Roma, es una película pura. Una película sin maquillajes, sin grandes efectos, sin banda sonora, sin una historia atrayente, sin una protagonista carismática, sin planos acrobáticos, sin diálogos emocionantes y, sin embargo, a pesar de ello, excepcional: cine al desnudo. Bajo una apariencia sencilla, con un elocuente uso del blanco y negro, se van sucediendo escenas que no conducen a ningún gran desenlace. Es contar por contar. Contar la vida, porque cuando uno vive nunca pasa nada. Es contar de forma sincera como una familia de bien se desquebraja, sin excesivos dramas ni explicaciones, es contar como se siente un terremoto desde dentro de un hospital o como se sobrevive a una manifestación estudiantil sangrienta con la naturalidad del que se ha criado en la selva del DF, ese que juega a disparar en un picnic familiar. Es contar, con precisión quirúrgica, el parto más crudo o la danza marcial más surrealista que he visto en el cine.

Es contar ese contradictorio problema racial que aún perdura en algunas ciudades del país, ese que diferencia a los mexicanos de primera con los de segunda. Contar la vida desde los ojos de una humilde criada, con sus miedos, sus inseguridades y sus alegrías. Pero contarlo con belleza, con esa extraña belleza del neumático de un coche de lujo aplastando una moñiga de Borrás al entrar en el angosto garaje que separa dos mundos opuestos y complementarios. Creo que será en esa escena la única vez que oigamos algo de música: una pieza clásica sonando en la radio del auto. En el resto de la película nos deleitaremos con la banda sonora de lo cotidiano, de la lluvia y el granizo, del ladrido de los perros, el piar de los pájaros o la melodía del afilador.
Quizá el secreto para disfrutar Roma sea verla sin pretensiones.

Me adentro en la serie con la curiosidad de un mediocre aficionado al ajedrez. Y digo aficionado y no jugador, pues en esta última categoría no llego más que a pésimo. Desilusionado, en parte, por no poder seguir el desarrollo de las partidas y admirar las tácticas con las que nuestra protagonista se abre paso entre decenas de oponentes, termino, sin embargo, más que satisfecho tras siete horas de visionado. Y es que Gambito de Dama trasciende más allá de su historia, que es buenísima (aunque creo haberla escuchado en la película “En busca de Bobby Fischer”) para convertirse en un producto genuino gracias, sobre todo, a Anya Taylor-Joy.

La encantadora protagonista nos regala una actuación sublime, desarrollando cada gesto con una elegancia inaudita y cada mirada con una sugerencia hipnótica. Sirva de ejemplo esa forma sutil de entrelazar los dedos de modo que hagan de repisa para acomodar su barbilla de porcelana y alzar desde ese bastión la mirada candorosa y pícara, despreocupada y profunda hacia su feroz adversario. Esa mirada que guarda la compleja transformación psicológica de Elisabeth desde la timidez y el desamparo de los primeros años en el orfanato, a la inseguridad de los días de instituto, el coqueteo con las drogas o las múltiples batallas personales perdidas. Igualmente, asistimos atónitos a la evolución física de la jugadora. Casi no la reconozco tras aquel flequillo corto de “Amélie” de los primeros episodios. El vestuario, cuidado hasta el extremo, eclipsa, en ocasiones al ajedrez.

Merecen una mención especial el resto de secundarios que hacen que la serie funcione. El bueno de Beltik (“La ira es una especia fuerte: una pizca te despierta; demasiada te adormece”), el extravagante Benny, el apuesto Townes, la indescifrable Mrs. Alma (“Flirteé con el alcohol casi toda la vida; ya era hora de consumar la relación”), el impasible Borgov ("Es huérfana. Una sobreviviente. Es como nosotros, perder no es una opción para ella. Si no, ¿qué sería de su vida?"), la imprescindible Jolene ("Estoy aquí porque necesitas que esté aquí, eso hace la familia. Es lo que somos") o la atractiva y enigmática Cleo. Todos ellos perfectamente caracterizados e interpretados con alma y sentimiento.

En definitiva, una serie elegante, de ritmo lento pero trepidante, con una muy buena banda sonora, un fotografía cuidada, un montaje preciso, unas actuaciones memorables y una historia atractiva, a saber, el enfrentamiento sobre el tablero de las dos grandes superpotencias de la época en plena Guerra Fría. Todo un mundo de solo 64 cuadrados. Y es que, ya lo decía Capablanca, el ajedrez sirve, como pocas cosas en el mundo, para distraer y olvidar momentáneamente las preocupaciones de la vida diaria.