Obra propia de su época, en este caso de O’Neill, bien podría haber sido de Williams o Miller, cuyo objeto es mostrar sórdidas pasiones desbocadas derivadas de viejos traumas y rencillas. No hay ninguna historia a desarrollar (es significativo que ninguna crítica contenga spoilers), sino, más bien, exponer la psique de los personajes, a cada cual con un pasado más ignominioso.
Buena obra para el lucimiento de los actores, que pueden hacer uso de todos sus recursos, pero ése es, precisamente, el problema. Que para exhibir todas las facetas de su técnica interpretativa, requieren de personajes recargados y bipolares, y, por ello, forzados. En su día, en el teatro, sería toda una novedad frente a la rigidez del ritmo de los diálogos, pero el amaneramiento propio del teatro, combinado con diálogos pretendidamente hiperrealistas, hace que, ya en su origen, quede desajustada. Y, en consecuencia, pasada la moda, desfasada. Resulta más fresco Laurence Olivier en Enrique V, en su género (teatro clásico), que Katharine Hepburn en este teatro realista.
Probablemente, el rasgo más destacado sea el ir contando el pasado a través de observaciones intercaladas en diálogos, en principio, irrelevantes (a causa de un comentario insustancial, se acaba discutiendo agresivamente de todo lo humano y lo divino), a modo de los modernos flashbacks. Otrora y después, bastaría con un prólogo para centrarse en las consecuencias actuales de los problemas pasados, más que reavivar constantemente dicho pasado.
Empero, los diálogos son fluidos y enérgicos, todo el equipo está impecable y la película resulta modélica en su género.