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España España · Gijón
Críticas de La Soga
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Críticas 28
Críticas ordenadas por utilidad
7
18 de mayo de 2017
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Seguirle el paso a Plácido no es nada sencillo. Un clásico de la filmografía de su país, una crítica a la sociedad que le tocó vivir a sus creadores y una visión de Europa que entronca también con la anterior Rufufú. Por eso, ante la clara dificultad de mantener el nivel, nos vamos a uno de los clásicos absolutos del cine de más allá de los Pirineos: La regla del juego de Jean Renoir.

Decía Robert Altman (que de eso de hacer cine sabía bastante), que la película de Renoir le había enseñado las reglas del juego del cine, valga la redundancia. Lo indudable es que el director francés construyó una cinta que es cine en estado puro, donde al final la trama deja de tener verdadera importancia mientras disfrutamos de la manera en la que se nos cuentan las cosas y se deja ver la estructura que se esconde bajo lo narrado. La anécdota le sirve al director francés para adentrarse en la esencia de un tiempo cuyo futuro parece ser capaz de divisar.

El film se estrenó en Francia en julio de 1939 y fue un fracaso de público. Era la cinta más cara de la historia de su país y, sin embargo, todo el mundo la atacaba. La extrema derecha criticaba el que apareciese un marqués judío y organizó manifestaciones allí donde se proyectaba la película. Finalmente, en octubre de ese año, La regla del juego fue prohibida en Francia por ser «depresiva, mórbida, inmoral y tener una influencia perniciosa sobre la juventud». Leyendo esto, parecería que estamos ante una bacanal constante de muertes gráficas y casquería, pero lo cierto es que esta definición no podría ser más errónea.

La historia del amorío entre un heroico aviador y una marquesa, de su repercusión sobre la clase aristocrática francesa y las relaciones de esta con sus sirvientes, condensada en una estancia en la casa de campo del Marqués de la Chesnaye, escondía en su corazón una visión descarnada y preclara de la sociedad del momento. Fueron los que se vieron representados en esa banda de amorales sin escrúpulos los que tuvieron que contener la sonrisa y ofenderse al descubrir que Renoir les había visto tal y como eran. Enfrentados al espejo del cine, hicieron todo lo posible por hacer desaparecer La regla del juego, pero no lo consiguieron. Poco después estallaría la Segunda Guerra Mundial y los que protestaban ante los cines resultaron ser los mismos que apoyarían al régimen de Vichy. Jean Renoir, seguramente sin saberlo, había conseguido descubrir la podredumbre en el corazón de la república.
La Soga
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8
15 de junio de 2017
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Después de ver Sundown: The Vampire in Retreat (Anthony Hickox, 1989), una comedia vampírica de serie b, era imposible no continuar con la que es, por sus logros artísticos y la entidad de su realizador, la parodia por antonomasia de esta temática: El baile de los vampiros (1967), de Roman Polanski.

Tras alcanzar fama internacional con personalísimos títulos como Repulsión (1965) o Cul-de-sac (1966), el director franco-polaco decidió dar el salto a Hollywood con su primera película en color, de producción británico-estadounidense, y con la que quería parodiar los films de terror tan en boga entonces de la productora Hammer. Estamos en 1967 y es justo el momento previo a la tempestad personal que azotaría la vida del cineasta.

La historia, coescrita por Polanski junto a su por entonces guionista de cabecera, Gérard Brach, nos cuenta las peripecias de dos desastrosos cazavampiros en su viaje por Transilvania. Uno de ellos es el histriónico profesor Abronsius, trasunto cómico del Van Helsing de Bram Stoker con el aspecto de un Albert Einstein despistado (y que sería interpretado por un magistral Jack MacGowran) que se apodera de todas las escenas en las que aparece; el otro es Alfred, el ayudante del profesor, interpretado por el propio Roman Polanski, quien despacha una actuación discreta pero efectiva sustentada fundamentalmente en su comicidad gestual. Uno de los aciertos de la película es precisamente la química entre estos dos personajes, cuya relación en cierta manera supone una reedición de la eterna pareja Quijote – Sancho Panza, en esta ocasión en un periplo que les adentra, sin ellos saberlo, en el corazón de las tinieblas. Entre los personajes secundarios, destaca el majestuoso conde Von Krolock (genial Ferdy Mayne), un canónico vampiro aristocrático de parentela no reconocida con Drácula y de ironía tan afilada como sus propios colmillos; el hormonalmente alterado Shagal (hilarante Alfie Bass), posadero vampirizado para su propio deleite libidinoso; así como su hija Sarah (sosa pero deslumbrante Sharon Tate), arquetipo femenino clásico de terror, a medias entre objeto del deseo y de la perdición de los personajes masculinos.

Narrativamente, El baile de los vampiros está lejos de ser una película redonda. Comienza renqueante, con un pasaje inicial en la posada demasiado disperso, lo que hace que al espectador le cueste situarse. Sin embargo, superado ese bache, las piezas del puzle empiezan a encajar silenciosamente y cuando la pareja protagonista llega al castillo del conde Von Krolock, es imposible no sentirse hechizado por la fantasmagórica historia cual víctima de la mirada de un no muerto. Porque pese a su condición de sátira, el encorsetado guion va saliendo a flote impulsado por los aspectos técnicos del film, todos encaminados a crear zozobra y extrañeza: véase la desasosegante dirección de Polanski, la fría fotografía de Douglas Slocombe, la hipnótica partitura de Christopher Komeda o el logradísimo diseño de producción de Wilfred Shingleton. A esto ayuda además la concepción cómica del film, basada fundamentalmente en gags mudos (con la impronta del slapstick) que contribuyen a acrecentar esa atmósfera general de oscura ensoñación. Y es que si decíamos que uno de los grandes aciertos del film era la conexión en pantalla de su pareja protagonista, el otro es que, como toda buena parodia, la película consigue funcionar dentro del género que satiriza. Es, por tanto, sátira y homenaje a partes iguales. De hecho, ofrece escenas verdaderamente aterradoras como la del ataque del conde a la hija del posadero mientras se baña, la cual ha pasado por su plasticidad y lirismo a la historia del cine de terror.

El baile de los vampiros, traducción española literal del título británico, Dance of the Vampires, fue un rotundo fracaso en Estados Unidos, donde se presentó como The Fearless Vampire Killers or: Pardon Me, But Your Teeth Are in My Neck (Los valerosos caza vampiros, o perdón, pero sus colmillos están en mi cuello). Con este título y subtítulo nos hacemos una idea de la ligereza con la que se intentó vender la película en tierras yanquis, a lo que hay que añadir un error esencial: su distribuidor transoceánico, Martin Ransohoff, presentó un desastroso montaje diferente al de Polanski, se dice que como vendetta personal hacia el director por robarle a su representada, Sharon Tate, con quien se casaría un año más tarde. En Europa, donde se exhibió la versión original, la respuesta de crítica y taquilla fue mucho más positiva.

Sea como fuere, de lo que no cabe duda hoy en día es de que las virtudes de El baile de los vampiros, film nacido como menor por su condición de parodia-homenaje, lo han hecho trascender, incluso por encima de sus propios defectos, hasta convertirlo en una referencia de culto indiscutible del cine de vampiros. A fin de cuentas, es una película que debemos juzgar bajo la sombra del mito que representa. Ya lo decía el conde Von Krolock, y nosotros nos hacemos eco aquí de sus palabras: «Soy un ave nocturna, francamente no valgo gran cosa durante el día».
La Soga
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6
22 de mayo de 2017
0 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Siguiendo la estela de Náufragos (Alfred Hitchcock, 1944), película que trascurre en su totalidad en un mismo escenario y con el genial William Bendix como secundario, nos acercamos a Brigada 21 (Detective Story, 1951), adaptación cinematográfica que William Wyler realizó de la obra de teatro de Broadway del mismo título escrita por Sidney Kingsley.

Un carismático Kirk Douglas interpreta al temperamental detective Jim McLeod, hombre de métodos expeditivos y convicciones férreas. En el día a día de su comisaría neoyorkina las cosas son blancas o negras para él. El bien y el mal. La autoridad y el crimen. Sin embargo, su parcial perspectiva vital y profesional se verá en entredicho cuando la investigación de un caso destape oscuros secretos del pasado de su esposa (Eleanor Parker). Será entonces cuando su monolítica moralidad se tambalee.

La concepción teatral original de la historia se deja ver en su coralidad y en su consecuente desarrollo de personajes, además de en el hecho de que todo el film discurra en el escenario único de una comisaria. William acierta al trasladar ese espíritu a la gran pantalla. El ritmo es constante, entrando y saliendo de plano policías y delincuentes, y siendo las réplicas entre personajes fluidas y brillantes.

La trama principal, la que nos cuenta el acoso del detective McCleond a un criminal y las consecuencias personales que estos actos le conllevan, así como las tramas secundarias, aquellas que protagonizan la retahíla de deslumbrantes secundarios que pululan por la comisaría (desde una señora que asegura que sus vecinos están construyendo una bomba, hasta el procesamiento de dos ladrones, pasando por una inofensiva cleptómana o un joven despistado que roba por amor), se entretejen magistralmente con el telón de fondo de llamadas, interrogatorios y demás formalismos rutinarios de la vida diaria de un policía. No es difícil ver aquí un precedente lejano de ese realismo policiaco que en literatura populizarían autores como George Pelecanos y en televisión series como Homicidio o Canción triste de Hill Street.

Pero, por encima de todo, Brigada 21 expone a los espectadores de mediados de siglo pasado un procedimiento policial áspero y a todas luces fallido, mientras saca a colación la necesidad de renovar este sistema e invita al debate acerca de la reinserción del criminal, la flexibilización de la moralidad y la necesidad de redención.
La Soga
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