Mamma mía es un filme con luces y sombras a partes iguales. El argumento es, sin duda, ramplón y previsible; las actuaciones, olvidables (en algunos casos más que en otros); y la escenografía, pobre. Sin embargo, estas carencias quedan camufladas, pues el filme acaba consiguiendo su propósito: divertir; factor al que se auna el hecho de contar con la mejor bso posible: el repertorio de Abba. El resultado es refrescante y animado.

Interesante película con un ritmo narrativo aceleradísimo, donde, sobre todo en el final, se echa de menos la pausa requerida para recrearse en acontecimientos de tal magnitud y en la repercusión de estos. A su favor cabe mencionar la escenografía y el buen uso de la iluminación a modo de presagio de lo que está por venir. Además, las actuaciones de los protagonistas (Dunst, Farrell y Kidman) están a la altura. No se puede decir lo mismo de, la siempre descafeinada, Elle Fanning, que pasa por el filme con más pena que gloria.

Ni si quiera el encanto natural de la omnipresente Julia Roberts ha podido salvar este filme. Más allá de la expectación que puedan crear los bonitos paisajes y la deliciosos platos que se muestran en la misma, es casi imposible mantener la atención más de 10 minutos seguidos. El supuesto viaje que emprende la protagonista se convierte en un interminable trayecto, salpicado de anécdotas de historias ajenas que son, cuanto menos, irrelevantes. Además, cabe destacar que el supuesto misticismo del que hace gala la película queda reducido a una consecución de banales consejos, que parecen extraídos directamente de algún libro de autoayuda.

John Wells traslada la obra de Letts a la pantalla sin que el producto pierda un ápice de intensidad por el camino. El espectador no puede sino emocionarse ante las rocambolescas escenas y los diálogos que en ella se incluyen, que de dramáticos en exceso, en algunas ocasiones, resultan irrisibles. Pese a que las actuaciones son formidables, las incursiones pantagruélicas de Streep, teatrales en exceso, terminan por lastrar un filme que roza la genialidad.

La que aspiraba a convertirse en la nueva película bélica de referencia, se acaba quedando en una triste promesa. La comparación con el último filme que abordó este conflicto bélico, Pearl Harbor (2000), parece inevitable. Midway adolece en exceso de lo que le sobraba a la película de Bay: alma. Pese al rigor histórico y estratégico nada desdeñable, la acción se limita a ser una secuencia de batallas aéreas y navales en la que los personajes, como meros títeres, van pereciendo o sobreviviendo indistintamente; indistintamente porque, al fin y al cabo, nos da igual. La falta de desarrollo psicológico de los mismos hace que, en realidad, a uno le importe muy poco quién muere o quién vive, pues poco o nada se sabe de ellos, teniendo en cuenta que sus diálogos se reducen a cuestiones de estrategia bélica. Si en Pearl Harbor la guerra era una simple excusa para desarrollar la historia de un triángulo amoroso, en Midway ocurre justo lo contrario: el argumento se reduce a la guerra en sí misma y los personajes no son más que títeres al servicio de esta. El resultado es un híbrido entre documental -sin la rigurosidad de este- y película, que no aporta nada nuevo al género y que es totalmente prescindible.