Más que un ensayo, 'Chelovek s kino-apparatom' viene a representar esa fuente de la que bebió, bebe y beberá todo tipo de cineastas. Porque, si a los Lumière les debemos el medio, a Vertov hay que agradecerle la invención de un nuevo lenguaje cinematográfico del que van a surgir el 99% de los movimientos o corrientes –se me han venido a la cabeza, además de referentes del cine mudo, Hitchcock, la nouvelle vague, Marker, el New Hollywood, documentales como 'Koyaanisqatsi' e, incluso, y fuera del séptimo arte, trabajos periodísticos–.

Aquí, la esencia del cine, el punto de vista y el montaje, bailan al son de imposibles que anticipan una historia y evolución que se prolongan casi 100 años. Ese hombre con la cámara, entonces, lo desconocía, pero, en su afán futurista, había dado un salto de valor incalculable, lanzando aquel hueso que se transformaría en nave.

Tengo algún que otro problema con 'Roma', muy puntual, relacionado más con el fondo que con la forma de la película. El primero está directamente asociado a cierto sentimiento de autocomplacencia por parte de Alfonso Cuarón a la hora de dibujar el personaje de Cleo. El mexicano inflige a la protagonista una suerte de resignación positiva que se manifiesta, sobre todo, al final de la cinta. Esto denota, la verdad, algo de clasismo y me ha llegado a molestar un poco. El otro conflicto surge a raíz de una escena –creo que todos sabemos cuál– que me parece innecesaria.

Esos puntos negros, sin embargo, se me olvidan gracias a la dirección reposada y contemplativa de un Cuarón ambicioso, que ha ido creciendo y madurando a la misma velocidad que su cine. El camino que inició con la irreverente y poco trascendental 'Sólo con tu pareja' dio paso, años más tarde, a la gamberra 'Y tu mamá también', donde reflexionaba sobre la amistad y la pérdida de la inocencia. Ahora, el director pone los pies en la tierra tras su periplo por el espacio con 'Gravity' y nos regala una postal sociopolítica, cargada de amor, sobre el México de su infancia.

El filme es una proeza visual, aspecto que, a estas alturas, ya no sorprende. Sí llama la atención, no obstante, la capacidad de Cuarón de hacer de lo cotidiano algo único gracias a la manera que tiene de capturar el tiempo, los espacios –rurales y urbanos, mundanos, pero preciosistas– y de ser mero observador, con una cámara que no escudriña y que, por el contrario, se limita a mostrar, simplemente, las miserias rutinarias –nunca igual de graves, aunque trate de equipararlas–, rebosantes de detalles, de los habitantes, mujeres, de la gran metrópoli.

En un mundo predominantemente conflictivo, plagado de guerras, discursos de odio y rencillas, Terrence Malick estrenó en 2011 el que es, casi seguro, el mensaje más integrador de los últimos años. Me gusta pensar en 'The Tree of Life' como si de una caricia fraternal se tratara; un abrazo universal en el que dos de las corrientes más diametralmente opuestas tienen cabida y conviven. Me refiero, claro, a la ciencia y la religión.

Este árbol de la vida que planta el veterano cineasta puede que sea eminentemente fervoroso con Dios, pero resulta, de manera simultánea, respetuoso con el racionalismo. Porque la quinta película del director texano vuelve, de nuevo, al campo de la dualidad. La fe juega un papel importantísimo en el filme, pero también lo empírico, lo demostrable. El Waco natal de Malick –su impronta autobiográfica– hace de tabula rasa sobre la que los personajes, una familia, van escribiendo preguntas sobre temáticas ya habituales en esta filmografía. La agonía existencial, la duda, repite como protagonista.

De forma paralela a la vertiente más lírica –curiosamente, la del conocimiento, la más prosaica– discurre la más real, la de la infancia. La figura autoritaria del padre y la bondadosa de la madre son el leitmotiv del que se sirve el filme para afrontar la indecisión de un(os) crío(s) que ven cómo sus "creencias", fácilmente moldeables, son puestas a prueba. Aparecen en este tramo de la cinta conceptos como la envidia y los celos –Caín y Abel–, la duda y la incredulidad frente a la fe –Tomás metiendo la mano en el costado de Cristo–, la veneración de los progenitores hacia sus hijos –la Virgen– o el honrarás a tu padre y a tu madre –aunque sea a hostias–. También otros como la pérdida de la inocencia, reflejado en el despertar sexual.

Malick, que, en todo caso, parece querer seguir caminando sobre la linde entre ambos mundos, decide resolver el conflicto del mismo modo, esto es, anticipando una "dimensión" ajena a lo terrenal, una especie de limbo donde todos, el ser humano en armonía con la naturaleza, aceptan seguir "viviendo" en connivencia, formando un nudo entre lo real y lo imaginario.

El mito de Ulises actualizado al western, aunque edulcorado, tanto por una fotografía que aúna el calor de Texas y sus ocres con el frío tacto del revólver, como por una Rooney Mara de porcelana, descendiente de la antiquísima Bonnie Parker. Si 'Ain't Them Bodies Saints' no termina de despegar es, quizá, por ese afán de recrearse en la nada, pese a lo preciosista de la propuesta. Las imágenes, al contrario que en la genial 'A Ghost Story', también dirigida por David Lowery, parecen compartimentos estanco que, en muchas ocasiones, no ayudan a que la película avance.

Es un debut, no obstante, que reúne algunas virtudes, aunque, la mayoría, tienen que ver más con la forma que con el fondo. Lowery resuelve bien la historia, un triángulo amoroso, cuyos personajes, sin embargo, poco más pueden ofrecer, prisioneros, tal vez, de un ritmo no tan acompasado a ellos, sino a ese ambiente pesado que el director imprime a su ópera prima, el ya característico patrón indie.

Reconozco que, después de 'Psycho', 'The Birds' y 'Marnie', echaba mucho de menos al Hitchcock menos trascendente –pero igual de meticuloso–, más preocupado en divertirse y entretener al espectador que en satisfacer sus inquietudes vitales deconstruyendo la mente humana. El cineasta viaja a los orígenes de su cine eminentemente aventurero, ese de su etapa británica más tardía, para regalarnos otra cinta de espías y persecuciones, enmarcada en plena Guerra Fría, y que recuerda, de alguna forma, a 'The 39 Steps' o 'The Lady Vanishes'.

Paul Newman y Julie Andrews son, en este caso, el ratón que intenta escapar del gato que esta vez asocia Hitch con la República Democrática Alemana. Y, sí, 'Torn Curtain' es, lógicamente –estamos en 1966, en plena carrera espacial y armamentística entre los Estados Unidos y la URSS–, una película propagandística, pero, salvo en contadas ocasiones –la escena en la cafetería, casi hacia el final, con una ciudadana polaca pidiendo que alguien le avale para poder escapar al otro lado del telón de acero–, prefiere anteponer la acción, el ritmo y su historia en detrimento del panfleto.

La tomadura de pelo, aquí, vuelve a ser la fórmula que emplea Hitchcock para hacer avanzar la trama, uno de los ejemplos más notables de macguffin dentro de su filmografía. Empezamos en Noruega, pasamos por Dinamarca, saltamos a Alemania –Berlín y Leipzig– y retornamos a Suecia donde, acabado el filme, terminamos preguntándonos por la finalidad –y utilidad– de este viaje en el que lo único importante, al final, ha sido sobrevivir. Casi nada.