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España España · Cáceres
Críticas de Tiggy
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Críticas 329
Críticas ordenadas por utilidad
5
18 de septiembre de 2020
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me alegra que numerosos directores se aventuren en una combinación de géneros tan poco usual desde el éxito que supuso la ópera prima de S. Craig Zahler, pero me alegraría aún más que se esmeraran en la fusión de ambos géneros, haciendo que no se sientan distantes entre sí. The Pale Door es una película más próxima al estilo serie B de películas como la saga Abierto hasta el amanecer o La niebla (John Carpenter, 1980), pero con esa ambientación wéstern que rara vez se respira entre la pulcra escenografía de estudio, el vestuario recién fabricado y el protagonismo que adquiere, a partir del primer arco, el terror paranormal y la sensación pavorosa hacia lo desconocido que acompaña al hombre, a lo que se dedican todos los recursos. El argumento se basa en los hermanos Duncan y su grupo de forajidos (paralelismo con los hermanos Gecko) que, tras el robo a un tren, buscan cobijo en un extraño pueblo (paralelismo con La Teta Enroscada), pero su estancia será perturbada por una conjura de brujas (sustituto de los vampiros en la película de Rodríguez).

El director de Indiana ha compuesto su carrera a base del terror, donde esta es su última producción. La ausencia de estilo se junta con el filtro por el que pasa el director la película, pareciendo en muchas ocasiones una película de sobremesa que no sabe muy bien a dónde tirar, yendo entre la niebla a un resultado aleatorio. Pero Aaron B. Koontz es consciente de ello y se deja llevar por las circunstancias que amenazan su grupo de personajes, creando un descontrol divertido que alterna acción y gore en decorados reducidos que bien recuerdan a películas home invansion clásicas como Posesión infernal o Terroríficamente muertos (Sam Raimi, 1979 y 1987 respectivamente) o Historias de la cripta: Caballero del diablo (Ernest R. Dickerson, 1995), juntándolo con esa referencia directa a La niebla de Carpenter que es su último tramo y esa opresión característica del slasher. Koontz no se queda ahí ofrendando los estandartes de la serie B en el terror, sino que lo hace, también, con el wéstern. En su primera parte, el director hace un popurrí de escenas clásicas en los relatos del Oeste para presentar a sus personajes con cantinas, duelos y grandes llanuras, usando los planos característicos de las dos vertientes de wéstern que conquistaron el cine: el spaghetti wéstern y el wéstern crepuscular, utilizando los míticos primeros primerísimos planos de la mirada en un duelo como en El bueno, el feo y el malo (Sergio Leone, 1966) o los grandes planos generales donde el eje horizontal es pisado por los caballos de las sombras de un grupo de vaqueros como en Grupo salvaje (Sam Peckinpah, 1969).

El tema de la película guarda un fundamento familiar, exiguo, pero imprescindible para la construcción de los dos personajes principales: Jacob Duncan (Devin Druid) y su hermano, el líder de los Duncan, (Zachary Knighton). Koontz es consciente de la necesidad de alimentar la película de este drama fraternal, por lo que inaugura el argumento con una cita de Edgar Allan Poe que voy a ignorar para seguir con una analepsis donde se pone en escena esa relación entre los hermanos Duncan cuando, de jóvenes, vieron a sus padres morir en un incendio provocado por unos forajidos. El guion de Cameron Burns, Keith Lansdale y el mismo Koontz hace todo lo posible para que ese amor fraternal y complicidad entre los hermanos quede patente cada ciertos arcos de la historia, mostrando las personalidades antónimas de ambos a galope entre el nacimiento y desarrollo psicológico del joven Jacob y el desvanecimiento de Duncan a medida que descubrimos más trasfondo. Los móviles de los personajes son esenciales para el mensaje del ‘buen camino’ que el director pretende dar, de que el odio de Duncan es un lastre en comparación del amor que lleva su hermano pequeño, de la pureza espiritual que los diferencia, de los actos que definen a la persona. Aunque toda esta parafernalia se utilice de una forma tópica, cumple con su función por mediación del personaje de Lester (Stan Shaw) agregando ciertas ideas de sacrificio y redención.

El conjunto de personajes no importa. Los secundarios, hechos a partir de unos roles muy marcados visibles en wésterns comerciales como Los siete magníficos de Antoine Fuqua (2016) y que solo sirven para intensificar el terror gráfico y la violencia mediante muertes grotescas en el misterioso pueblo de Potemkin. Por esa parte, considero un error desperdiciar el talento general del elenco para personajes tan planos. Las máquinas de humo hacen un constante trabajo adornando la escenografía, repito, demasiado perfeccionada para parecer realista, para representar esa amenaza hacia lo desconocido de la que tanto hablaba Carpenter en sus películas. Pero la fijación de Koontz debería haber estado un poco más en Akira Kurosawa, el cual siempre decía que una prenda nueva quita autenticidad al personaje; que el actor debe establecer un lazo emocional con la ropa.

Tanto efectos especiales, como efectos visuales (a manos del director de Poseído Brandon Christensen) están muy bien logrados dentro de sus límites de serie B, aprovechados por el indiano para hacer una violencia creativa radicada en los delirios de sus personajes, en ese arrumaco hacia el surrealismo que nos hace dudar de si los sucesos en el pueblo de Pearl (Natasha Bassett) son reales. Está muy lejos si quiera de ser una película buena, pero es interesante que este tipo de producciones salgan adelante que, si Koontz y su equipo de guionistas no se hubieran dejado llevar hacia el arquetipo y esa refinada estética (entre otros muchos parámetros) habría salido mejor parada. (4.5).
Tiggy
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8
6 de septiembre de 2020
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
El expresionismo alemán fue relevado por el noir de la mano de grandes directores, convirtiéndose en un género de explotación rivalizando en número de producciones con el wéstern y este sea, quizás, uno de los exponentes más directos que resumen esos años de la historia del cine. El demonio de las armas mezcla de manera sublime conceptos dentro de las ataduras provocadas por su carácter serie B, bailando entre un intenso romance, un interesante drama moral, la acción pertinente de una película basada en el crimen y con elementos impecables del terror y el wéstern. Una joya de culto donde el director, Joseph H. Lewis, flagela la condición de su nación, Estados Unidos, desde el prisma de las cuestiones éticas y legales sobre la facilidad de cualquiera para empuñar un arma, y todo lo que ello conlleva para una sociedad aparentemente evolucionada, pero empeñada en la obsolescencia del pasado. Barton Tare (John Dall), obsesionado con las armas, conoce a una mujer que rivaliza con él en talento armamentístico y comparte su extraña afición, llamada Annie Laurie Starr (Peggy Cummins). Tras conocerse y enamorarse, ambos caerán en una espiral de amor maníaco y delincuencia por el camino que decidieron recorrer, armados y solos ante el peligro de la ley y el mundo.

Esta película de 1950 presenta un concepto adelantado a su tiempo, haciendo de esta mezcla entre heist film y road movie una obra antológica en la que, más allá de criticar el peligro que supone la tan fácil adquisición de armas en EE.UU., pone también en entredicho que la culpa no es del objeto, sino del portador, tanteando ambas perspectivas, pero nunca acabando posicionándose en una ya que ese es nuestro trabajo. Para ello se vale de sus dos carismáticos protagonistas: Barton y Annie. El primero, a pesar de su obsesión extrema por disparar, tiene unas nociones morales sólidas que le impiden hacer daño a nadie, si quiera a un animal. Por el otro, la psicología de Annie lo confronta, en la que su avaricia y egoísmo, incluso su miedo por lo amenazador de su coyuntura, hace que se vea superada olvidándose de toda ética, olvidándose de Dios y olvidándose de aquello que dice querer más: su pareja, arrastrándolo desde la toxicidad de la relación hasta un hoyo marcado con una cruz.

Lewis hace que nos sumerjamos, es más, que nos inmiscuyamos en la historia de sus personajes, siempre con el debate presente, desde esa secuencia inicial a modo de preludio donde se construye el personaje de Barton a través de analepsis en una comparecencia judicial. Mediante los veredictos de los conocidos del joven Barton, Lewis altera la narración para hacer una presentación por partes con el objetivo de que nosotros nos coloquemos de lado del acusado, comprendiendo su extravagante manía con las armas apelando a los más nobles sentimientos. Por así decirlo y teniendo en cuenta la época en la que se desarrolla la película (años treinta probablemente por el obvio miramiento por los personajes reales de Bonnie y Clyde), donde el proceso de introspección, formación cognitiva y maduración personal era más rápido que el actual, se podría decir que Lewis hace un pequeño coming-of-age para luego empezar con la narración. A raíz de ello, se puede apreciar una evolución lineal de Barton tras la condena y, obviamente, la manipulación producida por la fortuita aparición del amor de su vida.

De la misma manera que la comedia screwball y alejándose del circuito comercial de las grandes productoras, Lewis configura personajes dependientes de sus sentimientos humanos, apelando al amor malamente correspondido, al sentimiento melancólico de soledad, de tristeza, de aciertos, dudas, fallos pero, sobre todo, moralidad. No están ni el héroe ni el villano, solo personas necesitadas de algo. Annie, rompiendo los estereotipos acuñados a los roles femeninos, se presenta como una fuerte y seductora mujer que puede con todo, al estilo de la grandiosa Katharine Hepburn en La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938), pero que luego, como toda persona, se desmorona ante la adversidad, muy parecido a la inseguridad constante que tensa los hombros de Barton durante el metraje. Esto crea una atmósfera impecable donde la iluminación consigue realzar las atormentadas expresiones de los delincuentes, tensando cada vez más la cuerda floja por la que deciden hacer de trapecistas, sin red y cada vez con más miedo a caerse. El distanciamiento figurado según avanza la trama por las disputas éticas de los protagonistas ayudan a balancear la cuerda sobre la que caminan, plagando cada vez con más conflictos, incertidumbre y miedo el devenir.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Tiggy
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7
28 de julio de 2020
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si algo ha demostrado el canadiense en sus dos películas es el compromiso que tiene con los trastornos mentales, especialmente aquellos que tienen que ver con la maternidad. En Z (2019) lo repetiría con el drama del desarrollo imaginativo arraigado en la niñez como un caso de preocupación mayor para una madre, mientras que en Poseído utiliza un suceso tan traumático como la muerte de un neonato para el cultivo en la figura materna de una psicosis posparto. Esa es la historia de terror que plantea Christensen donde Mary (Christie Burke) deberá afrontar la muerte de uno de sus bebés, debatiéndose entre la aceptación o distorsión de la realidad, donde nosotros seremos el testigo y togado acerca de lo real y lo irreal.

Con tan solo dos películas en su haber, el director asimila un estilo propio principalmente en argumento y guion, tratando ambas veces las desviaciones mentales relacionadas directa o indirectamente con la minoría de edad y que, por esa conexión especial entre una madre y un hijo, por esa impetuosa y natural necesidad que poseen ellas de proteger a sus vástagos, son capaces de dejar todo de lado, incluyendo la cordura o la propia vida. También coincide en romper la estructura familiar tradicional que la industria acostumbra a representar idílicas y perfectas. Los planteamientos de sus dos pequeñas producciones, curiosamente, empiezan exactamente igual (hasta la forma de filmación), con escenografías muy similares y recursos idénticos.

Dentro del género de casas encantadas, cuentos de fantasmas o similares, Christensen optó por el clasicismo de la estructura narrativa en tres actos, distorsionando la realidad a medida que avanza el argumento colocándonos en una situación de elección de dos líneas narrativas simultáneas donde nosotros debemos elegir la que consideremos. Esto lo concibe de una forma algo tramposa, pero funcional, mediante un montaje brusco pero que no pierde el hilo en ningún momento, sabiendo compenetrar ambas a pesar de algunos pequeños errores de continuidad. En el midpoint, punto decisivo que aligera por norma general el ritmo, el director construye las nuevas personalidades de sus protagonistas tras el quiebro ocasionado por el choque entre la realidad y la ficción, suponiendo el punto álgido del espíritu o de la enfermedad. Conoce muy bien cómo mantener el suspense para asustarnos con los tan odiosos screamers, de los que aquí abusa demasiado, restándole bastante encanto.

A pesar de la poca innovación, en las que cintas como Dos hermanas (Kim Jee-woon, 2003) o El sexto sentido (M. Night Shyamalan, 1999) tienen más carisma y mejor desarrollo, Poseído consigue espeluznarnos por su ritmo ágil, que perdura nuestra atención y curiosidad, por su rumbo fijo, que hace no divagar en premisas menores y, por supuesto, la genialidad con la que Brandon Christensen aprovecha las partes de la narración para representar las fases de una enfermedad mental y entremezclándola a la perfección con una historia de fantasmas tópica en la última década en el cine de género. Pero la verdad es que Christensen, si algo sabe, es elevar una burda y lúdica historieta oscura yendo más allá de la razón, descubriendo un espacio tan real como el cerebro, generador de todos los horrores del mundo.

La fotografía, de nuevo de Bradley Stuckel, me embarga de escalofrío al mostrarse tan opresiva con una muy lenta PAN panorámica, y me envuelve, me pone en alerta, cuando la básica escenografía es cubierta de una oscuridad teatral donde elementos tan básicos como una cámara o un vigilabebés logran catalizar el terror a través de la más que aceptable labor como actriz de Christie Burke, aunque no es compensado por el resto del inexperto elenco. Como digo, Christensen se estanca demasiado en técnicas arquetípicas para la representación del terror gráfico que llegan a cansar, como el clásico plano y contraplano con zoom gradual hacia el punto de fuga (que, en Z, calca la escena de la rejilla de ventilación) alternando con cenitales y nadir hasta el impacto seco del jump scare que sobresalta exclusivamente por la edición de sonido. Los travelling horizontales de acompañamiento a través del escenario o los planos medios para elaborar un vínculo con la figura central (generalmente la protagonista) son recurrentes y, aunque no brillen por innovación, sí lo hacen por una buena ejecución de puesta en escena de los nuevos conflictos.

La complicidad tóxica de la relación en deconstrucción de la bonita familia americana se intenta resguardar de la atmósfera psicótica que consigue crear, donde el tema principal riñe con los elementos más humanos relacionados al amor obsesivo hacia alguien: celos, creación de una realidad truncada de los hechos por la inseguridad, desconfianza… En este caso, no es otro que el hombre la víctima colateral de los vaivenes emocionales de la primera víctima, Mary, provocando un debate interesante sobre la equidad del género en ese aspecto. Christensen radicaliza demasiado esa hipótesis, enfriándola hasta congelarla en el clímax, pero condensa a la perfección los sentimientos de ambas víctimas separándolas en diferentes tiempos como metáfora de distanciamiento, pero siempre en contacto por el bien común: el hijo.

Una muy buena película que no se merecía tal desmembramiento por parte del público, pero que a mí me induce las ganas suficientes de seguir la pista a un director tan especializado en un horror real como es un trauma psicológico. Aunque tenga alguna escena bochornosa, generalmente las que sitúa en plano a Rachel (Rebecca Olson) (con la escena del cigarro he alcanzado un grado muy alto de vergüenza ajena) y una técnica aún por terminar de definir, es una excelente ópera prima que me ofrece no algo diferente, pero algo interesante cuyo principal error es no atreverse a dar el paso para hacer trizas el molde donde se cuece.
Tiggy
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6
28 de julio de 2020
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es en la niñez cuando el ser humano alcanza las máximas cotas de imaginación, donde las fantasías y los sueños están a flor de piel, pero también los monstruos y las pesadillas. Z es el amigo imaginario del pequeño Joshua Parsons (Jett Klyne), un niño introvertido cuya única amistad está, aparentemente, en su conciencia en desarrollo. Josh comienza a cultivar un carácter sociópata que atribuye a su irreal compañero de juegos, por lo que sus padres, Elizabeth Parsons (Kegan Connor Tracy) y Kevin Parsons (Sean Rogerson) toman cartas en el asunto, pero Z tiene también una mano que jugar.

Esta pequeña producción canadiense corre a cargo de Brandon Christensen, el cual es responsable del guion junto su amigo Colin Minihan. Sus realizaciones han sido principalmente con un carácter independiente dentro del género del terror. Haciendo una bonita alegoría reivindicando la problemática de ciertos trastornos psicológicos, revestido con elementos clásicos de películas de cuentos de fantasmas o paranormales, el director consigue explotar sus escasas vituallas para crear un producto que, aunque no consiga algo nuevo, sabe hacer una ejecución perfecta para entretener y sobrecoger al espectador. Aunque no esté al nivel de la aclamada Ghostland (Pascal Laugier, 2018), plantea un debate terrorífico desde el prisma de las enfermedades mentales y, más importante, la ingenuidad e inocencia de la infancia y la retrospección humana.

Sabe manejar muy bien la tensión en cada escena, con la clásica estructura narrativa en tres actos que mantiene el suspense hasta la anagnórisis resolutiva, desarrollando los personajes en su justa medida remarcando en cada momento cuál tiene el protagonismo, y alternándolo de manera correcta entre los dos protagonistas principales, los dos detonantes de la acción y reacción del antagonista: Elizabeth y Josh. Esto conlleva a usar el resto del pequeño elenco para hacer una construcción más detallada de ambos, los únicos puntos en los que el director desea que pongamos la atención, siendo muy importante la figura del psicólogo, el Dr. Seager (Stephen McHattie), para completar el trasfondo de los personajes principales, creando una red de relaciones muy bien tejida para que todas las líneas coincidan en el punto medio, explorando los deseos y necesidades de Elizabeth que permite indagar en la idea principal de la película: los terrores infantiles y el estancamiento o superación de los mismos.

Usa movimientos de cámara muy lentos con los que se compromete el director para crear los momentos de terror sin necesidad de utilizar un screamer ipso facto, alargando el sufrimiento de los personajes y la mirada temerosa del espectador a través de una escenografía donde la iluminación está perfectamente medida para crear una atmósfera que se antoja veraz, sin abusar de la oscuridad como es habitual en producciones de este tipo. La acción se desarrolla básicamente en un escenario, que es la casa de los Parsons, aunque las salidas del mismo cobran fuerza según conocemos más acerca de Z, confeccionando con un cuidado de artificiero la bomba que detonará las edificaciones mentales de Elizabeth, como son las visitas a su madre o la interacción con una amiga, las cuales finalmente repercuten en el transcurso de los hechos y colocan a la protagonista en un punto de quiebro emocional que zarandea con euforia el planteamiento idílico de familia americana. Las PAN estáticas que utiliza para observar con detalle, desde un punto de vista objetivo, el escenario donde se desarrollan los hechos nos ubica directamente en un entorno aislado aunque no lo veamos, rodeado de un aura tétrica por el predominio de negros y verdes oscuros sobre los colores de la naturaleza que ofrece la bonita fotografía de Bradley Stuckel.

Las interpretaciones están bastante bien para no ser actores profesionales (exceptuando a Stephen McHattie, el cual ya hizo un trabajo excelente en la película de Ant Timpson Ven con papá, de 2019). El diseño de Z a manos de Britanny Allen es impecable, presentando una fisionomía cambiante que mantiene su esencia terrorífica, siempre humana pero a su vez grotesca, que explota con holgura Christensen a la hora de impactar al espectador con un recurso denostado en el género, los jump scares, que, como ya he dicho, muy bien incorporados en esta pequeña producción canadiense.

Es una muy interesante sorpresa que, a pesar de tener algunos agujeros de guion bastante sobresalientes como el nulo desempeño de las autoridades de la ley para la investigación de muchos hechos escabrosos que se dejan suspendidos en la trama y no presentar algo nuevo, sabe manejar muy bien las situaciones y los pocos recursos que emplea para tratar de desempolvar un poco el subgénero del espiritismo bajo una retrospección básica pero efectiva hacia los miedos de la infancia. Aunque me habría gustado mucho que el director se hubiera atrevido a dar el paso hacia la innovación. (6.5).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Tiggy
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8
11 de julio de 2020
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si algo caracteriza el cine del director checoslovaco, al menos en las dos películas que he tenido el placer de ver, es la perfecta construcción de la psicopatía, evocadora y sutil, que te hace una invitación silenciosa y siniestra como una nana infantil, para construir una pesadilla andante que deambula sobre el idilio familiar, como ya vimos en la obra maestra El incinerador de cadáveres (1969). Morgiana, un melodrama neblinoso de terror psicológico que nos empuja hacia el conflicto de dos hermanas, Klára y Viktorie (Iva Janžurová) que, tras heredar los bienes de su difunto padre, la segunda es embaucada por un odio bochornoso por la diferencia de costes de las herencias y, más aún, la belleza engatusadora de hombres que posee su ingenua hermana, la cual la arrebata de forma indeliberada el notario del que Viktorie está enamorada.

Juraj Herz tiene el don de presentar unas historias trazadas en un mundo perfecto para sus personajes aún mostrando desde primer momento ciertas inquietudes maniáticas en los mismos, como fue el caso de Karel en El incinerador de cadáveres o de Viktorie en esta película y cómo, situándonos como mudos espectadores próximos al 'antagonista', vemos el bamboleo psicótico de este hasta su máxima expresión, en ambas ocasiones movidos por un sentimiento injustificado de malquerencia infundado por terceros. El soneto gótico y feérico de Herz, basado en la novela rusa de Aleksandr Grin Jessie y Morgiana, es un deleite terrorífico que a veces tiende a recordar la gran película de Robert Aldrich ¿Qué fue de Baby Jane? (1962).

El drama de época que conjuga el director con el romance y el terror de la mente beben exclusivamente de las relaciones entre sus personajes, gracias a las cuales, si nos permitimos el lujo de adentrarnos en el macabro juego psicológico que plantea, nos veremos transportados a una guerra entre el amor y el odio, donde lo segundo solo puede proclamarse victorioso si el primero se muestra impasible. Como dijo un día un santo en Proverbios 28:1, si 'huye el malvado y nadie le persigue.'

Como referente de la Nová Vina, pero muy desapegado de esta por su tardona incursión por motivos meramente estudiantiles, Herz dirige esta película a un público nacional de la época que, tras la Primavera de Praga, tuvo que desafiar las imposiciones de censura del nuevo gobierno comunista, perjudicando la expansión de gran parte de su filmografía tras las fronteras. El director lo sabía, y, por ello, su estilo surrealista rara vez convoca la explicitud grotesca que acostumbraban otros directores del palo, llegando así fácilmente a todo tipo de público dentro de su país natal.

Con un guión muy bien elaborado que favorece una construcción rítmica del entorno y personajes asombrosa, confeccionado por el mismo director y Vladimir Bor, se traza una línea narrativa que sigue la pista de la convivencia de las dos hermanas, enseñando la encantadora personalidad de Klára y los recelos vengativos de Viktorie, detonados por la animadversión de los hombres hacia ella, pero ya esquematizado en el reparto de bienes con un sencillo plano contraplano. En este, mientras el notario Glenar (Petr Čepek) está narrando, se alterna la atenta mirada de él hacia Klára que, a pesar de su velo negro, se la ve bella y radiante. Acto seguido, un primer plano del semblante de Viktorie, inundado por una oscuridad tenue, hace imposible la vista recelosa de su expresión, intuyendo una pérdida de humanidad por la cuenta de la mirada de su enamorado hacia su hermana. Una puesta en escena francamente espléndida.

A partir de un veloz planteamiento, esa línea de bifurca poniendo el ojo en la maquinación de Viktorie, a la que seguimos atentamente a través de las azules iris de su gata siamés, Morgiana, una raza símbolo de la realeza y riqueza en la antigüedad. La escenografía con un cambio drástico de los elementos visuales y de iluminación respecto a la de su hermana, es una síntesis de la bipolaridad tonal que se utiliza durante todo el metraje, siendo el de Viktorie aciago y gótico con una gama de colores oscuros y tristes (marrones, negros y verdes esmeraldas), mientras que el de Klára lo predomina la claridad y los colores blancos y anaranjados. El vestuario de ambas es el elemento más resolutivo de esa contraposición: negro de Viktorie contra el blanco de Klára.

La única interpretación verdaderamente sobresaliente es la de Iva Janžurová haciendo un trabajo imposible de personificación de dos polos opuestos como son Klára y Viktorie. Una absoluta delicia que perfecciona el personaje con más peso en la historia, Viktorie, hasta niveles estratosféricos. Sin las excelentes labores de maquillaje esto no podría haber sido posible, así como un maravilloso montaje de Jaromír Janáček que elude un poco el vanguardismo al que Herz nos tenía acostumbrados.

La preciosa fotografía de Jaroslav Kučera nos pone enseguida en ese irrisorio ideario realista para acercarnos a una composición onírica cimentada entre los siglos XIII y IX. Por otra parte, la música de Lubos Fiser que funciona a ratos empeora ligeramente el resultado de la producción de Filmové Studio Barrandov, perdiendo ese toque indispensable que proyecta fuerza al relato basado en los silencios. En cierta manera, parte de los diálogos, sobretodo en el último tramo, también son reductores del impacto emocional entre las dos hermanas.

Contra todo pronóstico, Juraj Herz probablemente va a trabar amistad entre mis directores favoritos habiendo visto tan solo dos de sus obras. Películas que manejan el terror de una manera tan grácil que eteriza unos relatos donde las elaboraciones de sus psicópatas, tan humanamente inhumanos, están hechas con un don que inflama de fuego aleccionador sobre los designios del bien y el mal, expandiéndose por el bosque de la moral ante nuestra vista, juzgadora del resultado final.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Tiggy
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