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España España · Cáceres
Críticas de Tiggy
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Críticas 329
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
1 de junio de 2021
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Me cuesta creer que el mismo director de esta Amanecer de los muertos sea el mismo de Ejército de los muertos (2021). Las comparaciones son odiosas, pero inevitables, más habiéndose concebido el guion de la segunda al finalizar la primera. La vuelta a ese centro comercial de Wisconsin ha sido reveladora para constatar el proceso de putrefacción que ha experimentado la inspiración de Zack Snyder a lo largo de los años. Aun no siendo una película de zombis al uso, y siendo, obviamente, inferior al Zombi de George A. Romero (1978) que reformula, Amanecer de los muertos sigue siendo una de las mejores películas del subgénero del nuevo milenio. Ana, brillante Sarah Polley, es una enfermera que, tras volver a casa y pasar la noche con su marido, amanece con una estampa aterradora. Su pequeña hija, de una dentellada en el cuello, desangra a su propio padre ante los impotentes ojos de su madre. Acto seguido, se levanta de su letargo, dispuesto a hacer lo mismo que su hija con su propia mujer. Ana, aterrada, huye mientras la America’s Dairyland se convierte en el mismísimo infierno.

Snyder va directo a la acción. No hay tiempo para cortesías ni presentaciones. Ya es demasiado tarde y el mundo no es el mismo. Los muertos ya están aquí. Y vienen a por ti, Ana. Snyder construye este nuevo génesis de carne y sangre en menos de diez minutos a través de una escalofriante sucesión de imágenes apocalípticas por las que vemos este nuevo mundo de caos, confusión y destrucción narrado con la poderosa voz de Johnny Cash y el tema The Man Comes Around (American IV: The Man Comes Around, 2002). La inmortal canción del Hombre de Negro no sola narra la segunda venida de Jesucristo a la Tierra, sino que manifiesta la férrea fe que mantuvo, durante toda su vida, la leyenda del country. La música no se integra a las imágenes, ni si quiera la serena melodía acompaña el frenético montaje de Niven Howie que acentúan, aun más, el caos y el desamparo en ciernes. Pero recargan el impacto dramático que estas producen desde la ironía y cierto sarcasmo, manifestando la desesperanza y pérdida de fe que acompañarán a los personajes durante toda la película, ya que, obviamente, la visión que Johnny Cash ofrece sobre el Apocalipsis está más ligada al idilio y la reconciliación del hombre con su creador al son de cien millones de ángeles cantando. La visión que Zack Snyder ofrece sobre el Apocalipsis contraria la del narrador, estando más ligada al castigo y mortificación sistemática de Dios con sus hijos al son de cien millones de zombis cantando. ¿O son, quizás, esos los ángeles enviados por Dios para juzgar a los justos y a los injustos? Sea como sea, es un preludio perfecto.

En esta espiritualidad también yacen algunos de los temas que Snyder, influenciado por Romero, tratará en su historia de supervivencia. En Hebreos 10:24-25, versículo sobre la segunda venida del Mesías, se cita textual: ‘preocupémonos los unos por los otros, a fin de estimularnos al amor y las buenas obras’ a lo que sigue ‘no dejemos de congregarnos, como acostumbran hacerlo algunos, sino animémonos unos a otros, y con mayor razón ahora que vemos que aquel día se acerca’.Todos los personajes terminan, de una forma u otra, acatando este mandato a lo largo de la película, algunos, como CJ (Michael Kelly), hallando en él la redención mediante una épica reconstrucción del propio personaje. ¿Y qué mejor sitio hay para congregarse que un centro comercial? La infraestructura del pecado donde nosotros, hijos de Dios, damos rienda suelta a nuestros pecados, tales como la avaricia o la gula, y que van unidos, cómo no, a la crítica social de un sistema que basa su propia supervivencia en un círculo vicioso de producción y consumo llamado capitalismo.

El ritmo es desenfrenado y enérgico, pero esto no imposibilita a Snyder de crear atmósferas que adecuen la puesta en escena de secuencias de auténtico terror, muy al contrario que en su última película, en las que los segundos de tensión se resuelven con genuinos espectáculos de balas y casquería en los que de verdad temes por la supervivencia de los personajes. Porque, más o menos desarrollados en las lúdicas escenas con las que nos deja respirar, y, por qué no, reírnos ociosamente descongestionando el argumento (aquí se aprecia la mano de James Gunn), se ven como personas. Vulnerables, con un pasado y unas aspiraciones en las que se profundiza lo suficiente como para que empaticemos con ellos, y que presentan dilemas morales razonablemente humanos para poder identificarnos con los mismos. Ana, Kenneth (Ving Rhames), Michael (Jake Weber), André (Mekhi Phifer) o CJ, todos consiguen que entendamos su causa y que las veamos como justas. Hasta consigue que tengamos aprecio a un personaje que jamás llegamos a conocer como Andy (Bruce Bohne) apelando a la humanidad. Apelando a la palabra de Dios. El ‘preocupémonos los unos por los otros, a fin de estimularnos al amor y las buenas obras’ trasciende la pantalla estableciendo una preciosa conexión entre nosotros y todos y cada uno de los personajes de una forma realmente hermosa.
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Tiggy
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3
30 de mayo de 2021
2 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ver Ejército de los muertos ha sido una experiencia bastante dura, más teniendo en tan alta estima Amanecer de los muertos (2004). Una película de acción en la que no prima la acción, abriéndose paso entre las balas dramas insignificantes como la inmigración o las relaciones paternofiliales fallidas. Y no son insignificantes por el concepto. Lo son por la vaga elaboración de estos en búsqueda de apelar a la sensibilidad del espectador con conflictos humanos que no solo pecan de tosquedad, sino que acaban sobreponiéndose a todo lo demás estirando el argumento de formas inverosímiles para ser una película de acción a contrarreloj, lastrando el ritmo hasta llegar a la friolera de 148 minutos que pican mucho. Citando al gran, gran maestro y padrino del subgénero zombi George A. Romero: 'la gente piensa que hago películas de zombis para hablar de política; pero hago películas políticas para hablar de zombis', algo de lo que Zack Snyder debería tomar nota para, si el tratamiento de la política va a ser tan directo y explícito, elaborar unos medios más trascendentales e interesantes para el espectador acordes al subgénero del que se intenta formar parte.

No me creía las malas críticas partiendo de que Snyder siempre me ha dado diversión, encima, ¿cómo no iba a ser, al menos entretenida, una película cuya base es la dominación de Las Vegas por una horda de 'zombis'? Y bueno, es entretenida, pero no por lo que narra ni por el cómo se narra. Es entretenida por la curiosidad que genera el saber cómo Snyder va a salir de todos los barrizales en los que se mete para tratar de dar un enfoque más profundo a su subproducto. Lo peor es que no sale de esos barrizales. Es más, disfruta chapoteando en el lodo. Goza planteando ideas que no solo no concluye, sino que ni si quiera se molesta en desarrollar, quedando suspendidas en el aire. Me molesta porque, en cierta manera, son bastante interesantes y rompen con los patrones del subgénero. Me gustó mucho el planteamiento del efecto de distanciamiento, o mecanismo brechtiano, en la que se hace al espectador consciente de que lo que está viendo es una película vislumbrando dimensiones paralelas, o realidades alternativas, en las que se incide con planos contraplanos de los esqueletos y sus supuestos homónimos 'reales', tratando de escabullirse de los cánones escénicos del subgénero con cierta ciencia-ficción metafísica pero, ¿de qué vale esto, si se queda ahí? ¿De qué sirve la idea, si no se ejecuta? Esto pasa, desgraciadamente, con bastantes más conceptos más o menos llamativos.

Eso también es malo, porque son en esos conceptos donde se queda toda la originalidad de Snyder. Para empezar, el tipo de acción que maneja se ha visto hasta el agotamiento con hechuras similares dentro del subgénero partiendo de la película de culto de otro genio del terror (y del cine, en general) como es John Carpenter y su 1997: Rescate en Nueva York, reproducido en el bajo presupuesto de las manos de Chee Keong Cheung en Redcon-1 (2018) o Christopher Hatton en La batalla de los malditos (2013), solo que en estas sí se mantenía de principio a fin la tensión propia de una película a contrarreloj. Además, el de Wisconsin muestra mucha fijación en la serie B. Intenta emularla con un presupuesto de 90 millones de dólares con una dirección a base de lentes desfasadas que ofrecen imágenes borrosas, desenfocadas y grisáceas que están muy lejos de acompañar la digitalización de toda la película. Si, al menos, se hubiera contado con la artesanía efectista del gore de bajo presupuesto, la técnica de dirección habría estado más justificada. Pero no casa.

Y los efectos especiales no están mal (no pueden estarlo con semejante presupuesto). Me gustan los engendros, me gusta el tigre, me gustan Las Vegas. Pero nada de esto es explotado. Son Las Vegas, pero podría haber sido cualquier otro sitio. La escenografía solo vale para disfrazar a los 'zombis', hacer chistes y poner a Elvis Presley de fondo. Un escenario tan emblemático como la ciudad del pecado no presenta ningún valor crítico o narrativo exclusivo. Y pongo 'zombis' entre comillas porque es el propio Snyder el que quiere llamarlos así aun estando tan desligados de lo que conocemos como tal, una vez más, nunca desarrolladas las propias hipótesis que baraja la película sobre las particularidades de estos nuevos seres con los que pretende recorrer otros caminos. Los personajes, a pesar de ser estereotipos de estereotipos, son carismáticos e incluso consigue que te encariñes con alguno. Pero son más simples que el mecanismo de un chupete. Snyder huye de los dilemas morales propios de las circunstancias ofrecidas por una película de este estilo. Son engranajes que funcionan en conjunto sin dudas y casi sin sentimientos exceptuando, obviamente, al protagonista, que debe lucir como todo un héroe, y a un personaje relegado a cargar con un rol antagónico de perniciosa obviedad.

Si los ralentís característicos del director funcionaban a la hora de agregar épica a sus batallitas pasadas, en Ejército de los muertos no hacen más que postergar la charlatanería insustancial, las frases lapidarias y el sofismo barato con el que nos va a bombardear una vez termine la poco interesante escena de acción en cuestión. De hecho, las escenas de acción, en general, poseen una ejecución más propia de videojuegos como Call of Duty que de una película que sienta sus bases en el terror. Aparecen, disparito (todos tienen una puntería que ni Clint Eastwood en sus mejores películas) y p'alante. Hasta hay zombis con ojos brillantes y azules que solo falta que Snyder diga que los controla Richtofen. SPOILER: también lo queda en el aire.
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Tiggy
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9
29 de mayo de 2021
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
'El cine le aporta a la novela una influencia técnica, enriquece la manera de contar' afirmaba el mítico literato colombiano Gabriel García Márquez en la Revista Semana un marzo de 1991. Su fascinación por el cine, por Akira Kurosawa y, obviamente, por escribir, lo llevó a convertirse en guionista de numerosas producciones sudamericanas mientras mascullaba 'yo jamás seré director'. Una de esas producciones viene de México, es un wéstern y se llama Tiempo de morir, cuya trascendencia ha influenciado, a nivel temático, a la novela policíaca que publicó en 1981 titulada Crónica de una muerte anunciada tratando, al igual que la película de Arturo Ripstein, conceptos como la búsqueda de la verdad, el destino, el honor, la muerte, las supersticiones y la venganza.

Arturo Ripstein, mexicano de nacimiento y naturalizado español, filma, con exquisita sensibilidad y virguería técnica, la leyenda de Juan Sáyago (Jorge Martínez de Hoyos), un exconvicto que, tras ver pasar dieciocho años de su vida entre cuatro paredes, vuelve a su hogar, una pequeña aldea de la Colombia independiente del s. XX con vistas a un futuro reconciliador perturbado por las inquebrantables fuerzas del pasado sometidas por el honor y la venganza de los hombres.

'Cuando la leyenda se convierte en hecho, se imprime la leyenda' decía John Ford a través de los labios de Carleton Young en El hombre que mató a Liberty Valance (1962), desmitificando un género impasivo ante las frías garras de un crepúsculo inminente. Pappy destruía, así, un género. Su género, con una sola afirmación. Es, aquí, cuando Ripstein refuta el argumento de El hombre que inventó América consolidando, en su película, algunos de los motivos más emblemáticos del wéstern clásico, reviviéndolo, como la figura del héroe, de imposible redención, en busca de la forja de un hogar donde vivir en paz y libertad (La venganza de Frank James de Fritz Lang o Centauros del desierto de John Ford, 1940 y 1956 respectivamente, son ejemplos de ello), así como la inspiración de un destino manifiesto y la iconografía propia de las películas de vaqueros. Pero también agrega fundamentos propios del wéstern revisionista de la década de los 60; toma del wéstern crepuscular la figura del héroe atormentado, cansado y resignado en un mundo donde los antiguos valores están señalados por una desaparición inminente (aquí, se engloban bajo la concepción del 'macho', bajo la hombría). Pero no solo del crepúsculo bebe el mexicano. Corre 1966, y ya han nacido obras magnas del spaghetti western como La trilogía del dólar de Sergio Leone (1964 - 1966), donde los valores del subgénero fueron hiperbolizados desde el Vera Cruz (Veracruz) de Robert Aldrich (1954), inspirando a Ripstein para la estética sucia que recorre Juan Sáyago, antihéroe que, a pesar de todo, es la auténtica definición del charro sudamericano. Duro y rudo, envuelto en una historia de violencia (explícita aquí, síntoma de su condición crepuscular, evitando el naturalismo del spaghetti western) asentadas en los temas primordiales que convirtieron a Clint Eastwood en leyenda, como la venganza y la muerte, siempre medidas por la moral (o la ausencia de ella) de su protagonista y resueltas a través de un duelo final que define su futuro inmediato. Por último, el carácter fantasmagórico, de ente sobrenatural indestructible (afirman, en la película, que a Juan Sáyago 'no le entran las balas') también es tomado del ideario de los wésterns mediterráneos protagonizados por Eastwood, y que el propio Eastwood llevó a terrenos inspiradoramente fantásticos en su primera etapa cinematográfica como director desde películas como Infierno de cobardes (1973) o El jinete pálido (1985). Es bajo esta armónica convivencia generacional que nace, en el seno de Colombia, uno de los mitos más poéticos del wéstern moderno: Juan Sáyago.

Ripstein no se recata en mostrar alegremente todas estas influencias a través de numerosas técnicas cinematográficas y narrativas. Al igual que en la ya mencionada Centauros del desierto, esa obra imperecedera de valor inexorable con la que Ford disparó a los corazones del mundo entero, Tiempo de morir arranca con un cuadro dentro del cuadro intermediado por una puerta que se abre. Se abre y observamos a Juan Sáyago caminar, en andares de resignación, hacia el horizonte, rumbo a casa. Mientras camina, la puerta se cierra y, a través de los barrotes de su celaje, el plano se fragmenta atrapando al personaje en una cárcel metafórica símbolo de la derrota y la pérdida que le han brindado los dieciocho años de reclusión. En Centauros del desierto, Ethan Edwards (John Wayne) volvía, envuelto en el mismo halo de derrota y pérdida, a casa, tras el fracaso del bando confederado durante la Guerra de Secesión, buscando la paz y la libertad características de los protagonistas del wéstern clásico. El destino hace imposible la redención de ambos una vez desarrollados los personajes y sus trasfondos. Este plano se repite con la llegada de Juan Sáyago a su hogar, en ruinas por el paso de los años, que pretenderá reconstruir, al igual que Ethan con la imperturbable búsqueda de Debbie (Natalie Wood), para poder vivir en paz hasta el fin de sus días.

Otro motivo típico del wéstern, aunque más anecdótico, es la acción del protagonista atravesando la frontera en el arranque de la película, recurrente en wésterns de la década como Duelo de titanes (John Sturges, 1957) o Los valientes andan solos (David Miller, 1962) con los que se anuncia que la civilización y la ley han llegado, situándonos en los últimos años del Salvaje Oeste frente al pionerismo en las historias del wéstern clásico, manifestando la ambientación histórica de la película desde el inicio. De la misma forma, durante el regreso a casa, la muerte se anuncia en forma de cruz sepulcral donde Juan Sáyago se para, nosotros con él, para prenderse un cigarro, haciendo así toda una declaración de intenciones sin que todavía haya pasado nada...
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Tiggy
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8
23 de mayo de 2021
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
La vuelta de Guy Ritchie al cine (obviamos los productos prefabricados por Hollywood) no puede ser más electrizante y divertida. Con The Gentlemen: Los señores de la mafia volvemos a adentrarnos en los bajos fondos de Reino Unido, país del que es oriundo su director, llenos de gánsteres, matones, pandilleros y mucha droga desde la caricaturización y excentricidad con la que Ritchie saltó a la fama internacional desde títulos como Snatch. Cerdos y diamantes (2000). Y nos adentramos a través de una visita guiada por los mejores cicerones de lo criminal. Un equipo de jugadores altivos impulsados por su ego y virilidad a un all-in constante a base de angle shootings, levellings y tights agresivos para brindarnos un C-Game de torneo en los suburbios anglosajones.

Entre los tahúres sentados alrededor de la mesa, Mickey Pearson (Matthew McConaughey) es el más fuerte, y al que seguimos en cada una de sus apuestas en un intento por traspasar su imperio del kif a Matthew (Jeremy Strong), un judío multimillonario sediento de dinero y poder. La partida es narrada en un impecable ejercicio metaficcional por un sibilino dealer llamado Fletcher (Hugh Grant), cronista del juego omnisapiente que ejerce las labores del propio Guy Ritchie repartiendo las cartas como una especie de álter ego desmedido, elocuente e ingenioso encargado de poner guion, ritmo y tragicomedia a una historia de violencia visceral en la que la comedia negra y punzante no hace más que seguir sumando libras esterlinas al bote prometido para el mejor gánster de Inglaterra.

Todos y cada uno de sus personajes están perfectamente diseñados para que nos encanten. Desde los más protagónicos hasta los más anecdóticos, todos derrochan carisma a raudales por sus tan marcadas particularidades, exageradas en favor de la comedia según el género de gánsteres al que no le faltan referencias como ese asistente fiel y meticuloso llamado Raymund (Charlie Hunnam) guiñando al Tom Hagen de Robert Duvall en la saga El padrino (Francis Ford Coppola, 1972 - 1990). La influencia de Quentin Tarantino es fuerte en el realizador de Hatfield, e increíblemente acentuada en su más reciente obra. La estructura narrativa no es lineal, tratando diferentes historias cronológicamente desordenadas con amplios saltos en el tiempo, comenzando con un in media res desde el que da forma al argumento a partir de una narración en paralelo de historias cruzadas como en Kill Bill. Volumen 1 (2003) o, más significativamente, Pulp Fiction (1994), con la condicionalidad de que es un personaje presente en la ficción el comisionado para hacerlo. También se presenta en los diálogos que mantienen sus personajes, descontextualizados de la ambientación típica del género que los conducen irremediablemente a escenas más mundanas donde el humor yace en la desmitificación de la figura del mafioso, usados generalmente desde líneas más cómicas que los alejan de ese mundo de criminalidad para acercárnoslos y empatizar con ellos, tal y como la espléndida secuencia de arranque de Reservoir Dogs (1992). Por último, el incipiente uso de contrapicados (o planos 'maletero'), míticos en el cine del de Tennessee, así como la selecta elección musical de Christopher Benstead adivinada desde el arranque de la película con el tema Cumberland Gap de David Rawlings. Huelga decir las manifestaciones explícitas a la cultura popular cinematográfica en escenografía y diálogos como cierta puesta en escena que conmemora a la más recordada escena de El precio del poder (Brian De Palma, 1983), el cierre de la película con una puerta cerrándose, tomada de El padrino (1972), a su vez, tomada de Centauros del desierto (John Ford, 1956) o la directa mención de películas como La conversación (Francis Ford Coppola, 1974).

Pero todas estas influencias están recubiertas con un diseño de producción elegantísimo que precede el distinguido vestuario de todos los personajes que los hace, si cabe, más atractivos a nuestros ojos. La clase inglesa, supongo. Otro de los puntos más significativos es el montaje en paralelo de James Herbert, del que también es partícipe el personaje de Grant, con el que se añade más tensión a los hilarantes giros de guión con los que Ritchie no para de sorprendernos jugando con nuestras expectativas del cómo deberían desarrollarse los diferentes arcos de los personajes, convirtiendo la narración en un ejercicio verdaderamente estimulante y socarrón en la línea del tono con el que se nos narran sus andanzas por la bolsa de los bajos fondos británicos.

Adoro las interpretaciones, especialmente la de un Hugh Grant astuto, travieso, ocurrente pero, sobretodo, altivo e histriónico que recuerda al Al Pacino de Pactar con el diablo (Taylor Hackford, 1997), y la de un Matthew McConaughey que parece una extensión más refinada de su Mark Hanna en El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013). Cabe decir la gran habilidad de Ritchie para convertir la inexpresivisad de Charlie Hunnam en su mejor virtud para la sobriedad desfasada de su personaje. Como mención honorífica, Colin Farrell acaba poniéndole la guinda a este gran pastel de marihuana con el que el director nos coloca durante 113 minutos que pasan en una calada.

The Gentlemen: Los señores de la mafia es Guy Ritchie volviendo con el revólver cargado a los estudios, con un cigarrillo en la boca y con la chulería macarra de los gánsteres y pandilleros con los que conformó su ace high para ganar el A-Game a Hollywood en un fastplay realmente fascinante. (7.5).
Tiggy
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8
22 de mayo de 2021
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Se tiende a hablar de Pedro Almodóvar o Woody Allen, pero Fritz Lang tuvo mucho que decir sobre las mujeres a lo largo de su extensa filmografía. Piezas angulares en su cine y símbolos de la perdición para el hombre, ya sea en El hombre atrapado (1941) tras los encantos de Joan Bennett, en Encubridora (1952) bajo el impenetrable rostro de Marlene Dietrich o en La venganza de Frank James (1940) camuflada con la dulzura de Gene Tierney, Lang siempre construyó todo su universo femenino en contra de las convenciones de género y del sistema, haciendo de ellas femmes fatales avocadas a firmar sentencias trágicas de destino para sus viriles protagonistas. Este sello del cineasta de origen vienés puede deberse, quizás, al sólido matrimonio mantenido con la guionista Thea von Harbou desde 1922 hasta 1933, la cual auguraba infortunio al hombre del monóculo por su activismo y fidelidad con el Tercer Reich que tanto detestó.

En Deseos humanos no hay excepción. Jeff Warren (Glenn Ford) es un excombatiente de la Guerra de Corea (encontramos en él la primera similitud con el director, el cual participó como soldado en la Primera Guerra Mundial luchando con el Imperio Austrohúngaro en Rumanía y Rusia durante 1914) que, a su vuelta, sustituye el rifle por los mandos del ferrocarril buscando una vida tranquila en un pequeño pueblo estadounidense (la huida de Lang del nazismo lo llevó a vivir, hasta su muerte en 1976, a los Estados Unidos). Pero el destino tiene reservados planes diferentes para el veterano. Un destino que se bifurca con la aparición de dos mujeres; Ellen Simmons (Kathleen Case), hija de su gran amigo Alec Simmons (Edgar Buchanan), y Vicki Buckley (Gloria Grahame), una mujer casada con Carl Buckley (Broderick Crawford), uno de sus compañeros de trabajo, entre las que se verá obligado a elegir mientras se gesta, desarrolla y consuma un escabroso asesinato.

Cuando afirmo que Lang fue un visionario no solo es por su impoluta técnica. Ya en 1954, el arquitecto de la luz diseña un intenso melodrama moviéndose firme y sólido como una locomotora sobre las vías del noir que termina colisionando, a conciencia milimétrica, contra la infraestructura en la que se cimienta la sociedad americana del s. XX, encargada de relegar la figura femenina a postrarse ante los deseos más egoístas e insensibles del hombre que todavía hoy resiste al paso de los años. Basándose ligeramente en la novela de Émile Zola La bestia humana (1906), Lang teje los hilos del destino como raíles férreos a través del ménage a trois entre el héroe, la bestia y, por supuesto, la femme fatale. Jeff, Carl y Vicki son las tres superpotencias enfrentadas a lo largo de la película, con alianzas, traiciones y treguas que evidencian la gran desventaja de una de ellas, la de la mujer, en una guerra instigada por las ambiciones de cada uno de los hombres, haciendo de Vicki la crónica viva de una mujer maltratada por el machismo hace nada más y nada menos que 67 años.

Aunque más optimista, Lang trata sus temas más recurrentes. El amor que ciega y que empuja a sus protagonistas a un destino cada vez más decadente, tranformándolo aquí en pos de la deshumanización de sus personajes en impulsos primitivos, en deseos humanos que convierten a Vicki en el país a invadir por dos fuerzas ajenas a sus condiciones e intereses personales. Vicki es el epicentro de la historia, motivo que le vale a Lang para plantear la venganza motivada desde el romance. Mejor dicho, desde los celos y obsesiones de los hombres, tal y como dice uno de los eslóganes comerciales de la película, 'it isn't love... It's human desire'. También, y, a través de los códigos del noir, el director vuelve a dudar sobre el correcto funcionamiento de la justicia, surgido desde el amor ciego que corrompe la moral de Jeff en la secuencia del juicio entendiéndolo como la representación de una sociedad deshumanizada que antepone el beneficio personal, en este caso, ese objeto de deseo llamado Vicki, a la jurisprudencia. Esto lo convierte, automáticamente, en otro de los temas predilectos del director. La culpa lo infecta, y Lang comienza el análisis de sus personajes (considera al realizador un psicoanalista) contraponiendo los dos extremos, el héroe y el villano, Jeff y Carl. La dualidad entre ambos manifestada en el trato hacia Vicki pero que, en el fondo, tienen las mismas motivaciones ególatras que obvian los sentimientos de una mujer atrapada entre dos mundos tan iguales como opuestos.
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Tiggy
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